Opinión

Vendettas caseras

Hay venganzas y hay vilezas. ‘La venganza de don Mendo’, por ejemplo, va de cuernos, pero uno se caga de la risa con sus astracanadas: “Sabed que menda… es Don Mendo / y Don Mendo… mató a menda”; o: “¡Hiere Mendo, por Alá! / ¡Qué por Alá: por aquí!”; o: “Para lavar el baldón, / la mancha que nos agravia, / Conde Nuño, henos de Pravia”. Hay venganzas como ‘La Venganza de los Sith, o Star Wars episodio III’, que son una cibernética chorrada -basada en hechos reales, por supuesto- aunque la saga continúa y recauda millones a mansalva. Las hay que se deben enfriar en la nevera, lo dicen los mafiosos: ‘La vendetta è un piatto che si serve freddo’. ‘Revenge is sweet’, la venganza es dulce, lo dicen los anglosajones. Si es sabrosa, fría y dulce será un helado, lo dicen los ingenuos. Incluso hay venganzas como la de Moctezuma: como esos hijos del sol maya comen fuego, uno se va de vareta cada vez que viaja a México.

Y hay vilezas. Siempre tuve el deseo de alquilar un piso en algún edificio de lujo, donde viva en propiedad algún político cínicamente correcto; o alguna doña perfecta, como la periodista Ana Mato, que dice que acoge refugiados en su casa; o algún Wyoming de la risa, de esos que sostienen que no se puede discriminar a nadie en razón de su mos moris ni sus atávicas querencias, y cedérselo en usufructo a una familia gitana. Pero gitana, gitana. Es decir: de charanga, chatarra, trapiche, y uña larga. A ver cómo les sienta a esos sociatas de boquilla, y pacotilla, encontrárselos en las áreas comunes despachando sus business, o cebando el chancho, o desguazando la ‘fregoneta’ y, aún por encima, cagando malaventuranzas. ‘Cogitationis poena nemo patitur’, menos mal que el pensamiento no delinque.

Soy vil. Hace años tuve un vecino que me traía por la calle de la amargura a poder de dejarme mensajitos en el parabrisas del coche: Que si ‘Aprende a aparcar, mamón´, que si ‘La moto no la puedes dejar aquí, tienes que tener dos plazas’, que sí ‘Por mucho coche que tengas, siempre serás un sudaca’. Y así. Total que un buen día le tendí una celada: aparqué, a posta, mancornado mi nuevo deportivo, incliné el asiento, hice como que me echaba una cabezadita y enseguida, exhorto en ristre, lo vi aparecer a toda envidia. Un mazahuevos al uso. Uno de esos que no como no follan por las noches no hacen más que joder a todas horas. Un brasas legítimo, hijo y nieto de Juan Cuestas, que pululan en todas las comunidades de vecinos. El caso es que cuando lo descubrí, sabéis qué hice, pues me hice el loco, qué iba a hacer. Y, en desagravio, me metí una mariscada.

Ay, pero después llegó la vileza: los restos se los metí, no, no fue por ese sitio, ya le gustaría, fue en los tapacubos de las ruedas. Para mantener humeante la marisma también le metí miasmas de tocino. Y para mayor recochineo, le dejé una nota: ‘Este cagajón huele peor tu entrepierna, so cabrón’. Teníais que ver hiperventilar a aquel Ovidio Nasón más narizado. Pobre sabueso. Las doce tribus de narices era. Se volvió completamente majareta. Lo lavó. Lo relavó. Lo llenó de sales y esencias, le echó desodorante, le puso ‘henos de Pravia’ hasta en el tubo de escape. Pero no pudo descubrir la causa de aquella fetidez pudenda. Al cabo hubo de malbaratar el ‘baratrans’, que aún lo tenía hipotecado, y seguir pagando las letras.

Yo era muy joven entonces. Muy impulsivo. Pero, por si acaso, ahí os dejo el dato. La venganza puede ser salada. Y a falta de tapacubos, siempre podéis poner una centolla lapa.

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