Opinión

El vendimiador precoz

El atardecer tenía un achispado tono vino tinto. El sol, atezado por el verano, armonizaba con los primeros ocres otoñales. Era tiempo de vendimia. Mi padre tenía nueve años. Le habían encargado cuidar del pequeño pariente burguesito. Entonces los lobos se acercaban a los pueblos, y a veces a los niños: vive y bebe todavía el Manuel de San Martiño, y ostenta en su cuello el tattoo indeleble del milagro. El lobo lo arrastró campo a través, y solo los chillidos desesperados de los parroquianos alcanzaron, por un tris, a rescatarlo. Su madre, aún de puerperio, lo había dejado con Morfeo sobre una manta de lino, en un montículo, para ayudar en el trabajo a su marido. Así de dura era la vida. Así de bárbara. Lo que hoy son ínfimos índices de mortalidad infantil, lo eran entonces de supervivencia. Abundaba la escasez.

La miseria era rancia, como la displicencia de los más acaudalados. Las infecciones eran el pan de cada día. No se conocía aún la penicilina, y la muerte era cantada, como los responsos, si la infección no remitía por sí sola. El caso es que esto fue ayer. Y todavía hoy nos quejamos, porque a lo peor, el parking del hospital donde nos van a trasplantar gratis un corazón, resulta un poco caro.

Era tiempo de vendimia, digo. La comunión del vino con el hombre. La hemoglobina de los pobres. El cantar de los cantares, y de las carretas atestadas de racimos. El lagar a rebosar. Los mozos en pelota. Las malicias y las sayas de las rapazas, alborotadas. Y mi padre, cuitado, cuidando de Sergito, el hijo del terrateniente, el primo rico, el que años después llegaría a ser D. Sergio: un gran galeno. A mí me cosió un corte de fouciño en una mano, con polvos sana sana. Todavía conservo la cicatriz, dos centímetros más larga que la palma. No había medios. Más que curar, aliviaba. A veces, por desgracia, tan solo consolaba. Era médico en España y Portugal. Visitaba a ambos lados de la raia. Un día, al marido de una enferma grave le previno sotto voce: “Non me gusta nada”. Y el portugués, a cuyos ojos los afeites de la dote de su mujer la hicieran parecer más bien pasable, le replicó: “¡Oh, gostar tampouco me gostaba a mim, mais tinha la uns bocaditos…!”. Tiempos.

Entonces, por el mero hecho de vivir, aquella gente ya se cagaba de la risa. El humor, como los dientes, era en blanco y negro; tenía, como España, un no sé qué de picaresco, de sabañones, de pan duro, de Lazarillo de Tormes. Pero la vendimia, ay la vendimia: hermanaba carencias y dispendio, creencias y pecados, a Ceres y a Dionisio por igual los tuteaba. Y mi padre, pobriño, cuidando aquel mimado e insípido mocoso. Estaba hasta los mismísimos oblongos.

Él mismo nos lo contó años después a mí y al propio Sergio: “Tú tendrías dos o tres años –recordaba-. Aún no sabías hablar con propiedad ni con gobierno. Había estado todo el día cuidando de ti. Haciéndote carantoñas, morisquetas. Dándote de beber. De comer. Poniéndote a hacer pis. Y a pesar de mis facecias y atenciones, cuando te petaba, te ponías a berrear como un orneallo. A mí me comían los demonios. ‘Por qué chora o neno’, me culpaban. Yo quería troulear como los demás rapaces, pero no me concedías ni un segundo. Así que cuando apareció la avispa te hice creer que era como una inofensiva mariposa: cógela, cógela en la mano, mira qué bonita es, que no se escape… Pusiste el llanto en el cielo, pero por fin lo hacías con causa justificada. ¡Ah de Dios!, ¡ah del rey!, apellidabas. Todos corrieron a reconfortarte, pero nadie te creyó: enseñándoles la tumefacta picadura no cesabas de balbucear inconsolable: Foi o Eulogio…”

En recuerdo de mi padre, Eulogio, que siempre, siempre, siempre sonreía…

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