Opinión

La vida pasa, como el cóndor

En la vida de un piloto hay tres etapas: cuando paga por volar, cuando le pagan por volar, y cuando paga por no volar. Revisando estos días mi “logbook”, que viene a ser mi vida, he tropezado con mis vuelos (y fechorías) allá por la Gran Sabana venezolana… ¡Ay, cuánto pagaría hoy por repetirlos!

In illo tempore –tal parece que estuviésemos hablando de la primera época cristiana- no había GPS, ni radio ayudas, ni sentido común, ni pollas en vinagre… Había –hay, si todavía no lo ha esquilmado el CO2 -un vasto mar de espesura que a mí me daba cierto culillo sobrevolar, en donde merodea el puma, el caimán, la serpiente coral y la letal mapanare; abruptos tepuyes, como himalayas decapitados, en donde moran los dioses de los indios, que nos servían de faros orientadores; y ríos como vía lácteas, rebosantes de diamantes y misterio: el Orinoco, el Coroní, el Carrao, cuyo afluente, el Churún se suicida en una caída de mil metros, formando el Salto Ángel… Allí solían ir colmados de expectativas (y de pasta) los turistas; y allí disponíamos el “Pajarraco” y yo de una cabaña para matar las horas, y a nosotros el vulturno tropical y los insectos.

Volábamos siempre sobrecargados de combustible, de cachivaches y de adrenalina…; si lo podían pagar, también llevábamos humanos, aunque en aquellas explotaciones mineras perdidas en la selva, costaba imaginárselos; sin pasado, y casi siempre sin futuro, embrutecían como salvajes, esperando ese golpe de fortuna que, al final, solo la muerte o la enajenación les deparaba. Los emplazamientos eran miserables: palos, sombrajos, láminas de zinc…, pero no faltaban tasadores de diamantes, burdeles con alcohol, putas sin dientes, peleas de gallos y algún palenque de yerbajos donde enterrar a los muertos y disuadir a las alimañas carroñeras.

Aterrizábamos y despegábamos en enfangados claros abiertos en la selva a machetazos, donde frenar resultaba un desatino; y el avión se arrastraba o se iba al aire con un suspiro de alivio y el chillido histérico de quienes nos acompañaban. ¡Cuántas noches tuvimos que dormir entre los indios “pemones”, los astros insomnes, y la fauna vocinglera!… Claro que, si te ponías un guayuco y les decías, aunque fuese en inglés, que eras un cacique aborigen y que coleccionabas cabelleras, también podías hacerlo entre las guiris que visitaban Canaima…; manda cojones, aún por encima te pagaban; muchas con dólares, y alguna que otra con su aro de casada.

El “Pajarraco” tenía el porte de un Quijote, y la nariz de un tucán -de ahí el alias- tan larga y revirada como las (malas) ocurrencias: se compró un Betamax (era cuando empezaba el vídeo porno), un pequeño generador a gasolina y todas las películas XXX que llegaban a Caracas. Y se las puso a los indios: tríos, lésbicos, 69, vibradores… Para más escarnio, cajas enteras de “caballito frenao” -ese ron que lleva un caballito rampante en su etiqueta-, que menudeaba (como Colón los espejitos) a pepita de diamante la botella… ¡Canaima vice! ¡Aquellos flemáticos indígenas entraron en la (in)civilización, cagando virutas de carbono! No bien bostezaba el alba, y ya estaban apostados ante nuestra cabaña oteando la pantalla como buitres... La del misionero era la postura más rompedora que hasta entonces conocían... ¡Lo que nunca supe es si notarían el cambio las parientas!...

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