Opinión

Vin máis terra que Dios

Mediaban los setenta y el Pepiño, que no era bien pasado -dícese ahora disminuido, hándicap, o discapacitado, con ánimo de ofender-, se coló de rondón en el  Castromil para ir desde Lalín hasta Silleda (15 km.). Jodedor el revisor, u olvidadizo, no le anunció la parada y el pobre trotamundos, que nunca antes se había aventurado más allá del cruce de sus cables, vino a dar con sus huesos en la cuidad donde descansan los del Apóstol (55 km). Hubo de intervenir la Benemérita. Lo llevaron al cartel. Diéronle cobijo y catre (lo de la ducha fue un invento posterior). Y al día siguiente se lo encomendaron con acuse de recibo a la misma empresa que lo había transportado de polizón hasta Santiago. El recibimiento fue apoteósico. Ni el de  Lindbergh tras cruzar el  Atlántico: ¿Seica te querías ir a vivir para a capital?, le preguntaban entre vítores. Y el Pepiño orgulloso de su hazaña respondía: ¡Vin máis terra que dios!  
       Meses ha que ando yo de Pepiño jubiloso (De baja, vamos). Y me dedico a recorrer los confines del planeta. No voy muy lejos, por si tocan a rebato los análisis. Lo último que vi fue lo que viera el capitán pirata: “Asia a un lado, al otro Europa/y allá a su frente Estambul…” Mentalmente no iba preparado: La Mezquita azul, con sus millares de “azul-lejos”. El palacio de Topkapi, con su harem y sus tesoros –envídiese la redundancia-. El Bósforo, con sus riberas palaciegas, y su eterno singlar de transatlánticos: y ni un solo conflicto político-municipal-portuario, ni picoletos del mar incordiando con la Rodman y pidiendo los papeles a las mismísimas nécoras. Y mil y un monumentos. Y noches (y si no que se lo pregunten a Guti que jugó en aquellas tierras). Y un sol, unos mares y una luz que ni Sorolla. Y quince millones de “people”: todas nuestras capitales de provincia en una sola. Y poca suciedad, y poco claxon, y poco dar por culo de ambulancias, bomberos  y maderos, que en cualquier pedanía de las nuestras montan una bulla de cojones para ir a inflar una rueda.
       ¡Y yo que iba predispuesto a hincharme a doner kebab y a colitis! ¡Y a aturdirme con los bazares! ¡Y las falsificaciones!, que las hay, ojo, por millones, pero también hay Versaces,  Cavallis y Gabbanas, más caros que Picassos. Y grandes Transnacionales. Y hoteles de siete estrellas… “¡Vive y deja subsistir!”, ese debe ser su lema. Porque aquí nuestras poli milis, nuestros “ceneises”, y nuestras “inteligencias” -con la colaboración de “Iuesey”, que eso mola de cojones- montan la de dios es Cristo porque acaban de descubrir en Vigo el mercado de la Piedra. ¿Y las tiendas? ¡Que se cierren! ¿Y las prendas requisadas? ¡Que las quemen! ¿Y los indigentes que tanto las necesitan? ¡Que se jodan! Las grandes marcas se oponen. Yo, cual sabio Salomón, les echaría a Hacienda a la yugular, pero aquí somos muy papistas. Más que el papa.      
       En fin que de  puro papaostias,  con mi altiva españolidad a los pies de los que perdieron en Lepanto, salí a cenar. Y bebí. Y me puse lailolelo. Y el guitarrista del restaurant, que adivinó mi filiación, ni corto ni perezoso se arrancó por soleares. Me envanecí. Tomé otro par de copas: “Play it again, sultán”, le dije al turco. Y puse a cantar a todo dios “¡Que viva España!”.

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