Opinión

León

Para Camila Loureiro, que me lo contó muchísimo mejor

Mi padre era . . . , bueno, mi padre era mi padre y, para mí, con eso está dicho todo. Claro, es cosa sabida que todo hijo de vecino ha creído alguna vez en su vida (una por lo menos, a lo mejor varias) que su padre era el hombre más alto, más guapo, más bueno, más etcétera, etcétera del mundo (viene después –también se sabe– lo del freudiano parricidio y toda la pesca). Naturalmente, yo no tengo por qué ser una excepción, por qué iba a serlo, más aún si se tiene en cuenta que en mi caso la creencia se ajusta punto por punto a la realidad, es, para decirlo de una vez, la pura verdad: mi padre era el hombre mejor del mundo. Bueno, ya lo dije. Y no voy a volverme atrás.
Aunque también es verdad que no era de mi padre de quien quería hablar. De quien quería y voy a hablar es del León, el perro que mi padre me regaló el día que cumplía mis primeros cinco años. ¡Mis primeros cinco años . . . ! y mi padre entrando en mi habitación con el cachorro en brazos y, al dejarlo en el suelo, lo primero que León hace es abalanzarse sobre mi recién estrenado quinquenio y darme una sonora tanda de lengüetazos en la cara. Y a partir de ese momento se convertiría en mi sombra. Me despertaba cada mañana (dormía a mis pies) y me acompañaba hasta la escuela, y a la escuela iba a esperarme a la hora de la salida con puntualidad no comparable. Mi sombra, saltarina, escandalosa, mi verdadera sombra. Con los años, saltos y escándalos se irían atenuando, mas no su fidelidad, su compañía. De pocos, muy pocos recuerdos de mi niñez y primera adolescencia está ausente el León. Con los años, crecimos los dos y, con ellos, fue creciendo nuestro mutuo amor. Porque era amor lo que había entre el León y yo, verdadero amor. Yo quería estar con él y él quería estar conmigo. Era lo único que queríamos. Estar juntos. Y bastaba.
Hasta que un día, una tarde, León llega junto a mí, corriendo a todo correr y quejándose de un modo tremendo, como si lo estuviesen matando, y, sin dar tiempo a nada, sin que nadie pudiese hacer más que acudir a mis gritos desesperados, que, unidos a los suyos, alarmaron a todo el mundo, familiares y vecinos, el León se fue como una exhalación por el camino que hay detrás de casa y al fondo de él desapareció, sumiéndose en la maraña de arbustos y boscaje, y nunca, ¡nunca más!, por mucho que lo buscamos y preguntamos en los caseríos y pueblos vecinos, volvimos a saber nada de él. Supimos, sí, porque en los pueblos todo acaba sabiéndose, que había sido envenenado por alguien a quien molestaban sus ladridos. Y lo supimos todo por habladurías; en realidad, nada a ciencia cierta. Mi padre, que –ya lo dije– era la bondad personificada, no quiso saber nada más, limitándose a mantener una distante relación con la persona a quien todos en el pueblo consideraban responsable de la muerte del León; en realidad, no hizo sino seguir manteniendo la prudente distancia que siempre había guardado con respecto a ese alguien que –eso sí se sabía a ciencia cierta– no era trigo limpio.
Por mi parte, claro, me hartaría de llorar. Lloré como nunca en mi vida, como no volvería a llorar hasta que también mi padre, como el León, se fue definitivamente. Pero esto es algo de lo que tampoco voy a hablar ahora.
Pasó tiempo. Mucho tiempo. Cumplí cinco años quién sabe cuántas veces. Y nunca, ni mi padre ni nadie, volvió a regalarme un perro. Y nunca, a pesar de que irremediablemente se iban desdibujando sus rasgos, me olvidé del León. Nunca. ¡Cómo iba a olvidarme!. Y pasó mucho tiempo hasta el día, precisamente un día de mi cumpleaños . . .
Fue por la tarde. Estaba yo en mi cuarto arreglándome para la fiesta familiar. Y, de pronto, inesperadamente, apareció el León y, como cuando mi padre me lo había traído el día de mis primeros cinco años, se abalanzó sobre mí y me cubrió la cara de amorosos lengüetazos. No me cabía la alegría en el cuerpo. Empecé a gritar como una loca: “¡Volvió el León, volvió el León...!”. Y el León, después de haberme besuqueado todo lo que quiso, salió de mi cuarto, salió de la casa alandillando y, por el mismo camino por donde se había ido el día que lo envenenaron, se perdió, igual que entonces, entre los boscajes del fondo. Lo llamé a gritos: “¡León, León...!”, pero inútilmente. El León no volvió.
Y no volvería nunca más. Los de casa, que sólo lo vieron en el momento de la partida, enseguida empezaron a decirme: “Pero ¿no ves que no era el León?. Es un perro igual a él, pero no . . . ¿no ves que al León lo envenó ese desgraciado?. Seguramente es el de los primos de Santa Leocadia, que es hijo del León, que hace años lo llevamos allí para cruzarlo con la perra que ellos tenían. Tú ya no te acuerdas, porque eras muy pequeña, pero ¡qué va a ser el León! ... ”. Y todavía insistían en que éste era un perro al que la gente no quería, porque era ladrador y peligroso, “mordedor, muy peligroso”, decían. Y hasta llegaron a preguntarme si no me había mordido. ¿Mordido?, ¡qué iba a morder!, se había hartado de lamerme la cara, como el León, porque era el León, por mucho que dijeran o dejaran de decir. Era el León, que había vuelto desde donde sea para verme una vez más, para dar testimonio de su amor el día de mi cumpleaños.
Sí, ya sé que hay gente que no cree en estas cosas, que no cree en ese donde sea desde el que vino a verme el León, el perro que me regaló mi padre el día que cumplía mis primeros cinco años. Y también sé que a todo se le puede buscar una explicación racional, digamos; por ejemplo, que existe una memoria de la especie trasmisible en los genes, de modo y manera que el hijo del León, en su irracional memoria, se habría encontrado en esa ocasión con el recuerdo del día de mis primeros cinco años, con el inmarcesible recuerdo de su padre, el León, abalanzándose sobre mí a lengüetazo limpio . . . Sí, claro que sí. Hay gente así. Hay gente para todo. Pero . . . ¡no!. Porque lo que yo creo es que fue el propio León quien –como sea, desde donde sea– vino a verme, rememorando el día en que mi padre, como regalo de cumpleaños, ¡mis primeros cinco años!, me lo trajo en sus propios brazos. Y no doy el mío a torcer: era el León, el mismísimo León, ¡vaya si no!.

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