Opinión

Tercero en discordia

En Rashomon, Kurosawa nos enseña magistralmente la dificultad de establecer la autenticidad de unos hechos a partir de los testimonios de los diferentes testigos de los mismos. Porque la cuenta y razón de cada cual se refiere únicamente a lo visto con los propios ojos, cada uno con los suyos. De modo que, a fin de cuentas y razones, la objetividad, la autenticidad, deviene imposible.

Hace muy poco ha salido a relucir la historia del pregón de la fiesta de los magostos del año 1965 del ya tan remoto siglo pasado. El pregón fue un encargo de Antonio Aguirre a José Ángel Valente, residente entonces en Suiza, donde trabajaba. Por ello, no podía desplazarse para hacer personalmente la encomienda y recurrió a una grabación en cinta magnetofónica. Hubo dificultades con la grabación o con el magnetófono reproductor, tanto monta, y todo acabó con la lectura abreviada del pregón por mi hermano José Luis. Pero hubo también el comentario de Arturo Lezcano sobre la idoneidad del texto, etc., etc., aunque, que se sepa, no llegó la sangre al río. Sin embargo se han removido las aguas.

Al cabo de los años, ¡ya medio siglo¡, ese movimiento de las aguas ha dado lugar a la confrontación de Claudio Rodríguez Fer y Arturo Lezcano a propósito de las consecuencias del incidente. Ni quito ni pongo rey. Tercio cordialmente, porque ambos, Claudio Rodríguez Fer y Arturo Lezcano, son amigos míos.

El resentimiento de Valente con Orense, del que ya se ha hablado más de una vez, no parece que tenga mucho que ver con el pregón de los magostos de 1965 Habría que rastrearlo en Intento de soborno, uno de los textos de El fin de la edad de plata, y en la historia de los Juegos Florales de 1956. Con todo, cabe incluir el incidente del pregón en la lista de agravios, aunque –la verdad sea dicha– Valente, que yo sepa, nunca habló de ello. En cambio, sí habló, y mucho, de la historia de los Juegos Florales de 1956, ya antes y aún después del incidente del pregón. Por ello, pienso que muy poca responsabilidad cabría atribuir a Lezcano en el resentimieno de Valente con su cuidad natal.

Por otro lado, por todos los lados, el pregón, el dichoso pregón, no añade mucho al incuestionable prestigio de Valente. Es de esas cosas que, si no hubiesen existido, no se echarían de menos. Más valdría no hablar más de él y dejar que naufrague en el olvido. Es largo y prolijo. Excesivo. Se diría el trabajo profesional de un documentado docente o, más bien, un meritorio ejercicio de calificado alumno de bachillerato, el primero de la clase. Valente –estoy seguro– me corregiría autocriticándose en la jerga estudiantil de antaño con su proverbial justeza: “Un chapón, se ve a las leguas, ¡un verdadero empollón¡”, y se iría tan campante, riéndose para sus adentros.

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