Opinión

La fiesta de Las Arnadas en Ribadavia

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photo_camera Un grupo de vecinos durante una romería de As Arnadas en una imagen tomada hace cerca de un siglo.

Cesáreo Rivera Abraldes fue intermitentemente alcalde de Ribadavia en siete ocasiones (1868-1882) y durante la brevísima I República diputado a Cortes. Nacido en San Cristóbal, viticultor de profesión, republicano y ateo, se lamentaba a modo de editorial en el semanario El Intransigente del exceso de iglesias, conventos y capillas, diez templos en total, en los que todas las funciones religiosas no daban tregua y las fiestas se multiplicaban de manera tan maravillosa, que los días de la semana se contaban por tantos jolgorios místicos que entretenían a los buenos vecinos de Ribadavia. Dichos cometidos, seguía el sr. Rivera, engendraban el ocio descuidando la industria y ganadería y en lo dicho tenía razón, porque a lo largo del año las conmemoraciones místico-festivas jalonaban el calendario de los santuarios de la Vila.

En una relación tan extensa había varias categorías. Así las de san Juan, santa María Magdalena, Santiago Apóstol, Nuestra Señora de la Oliveira, san Roque y san Bartolomé estaban consideradas fiestas de barrio, lo que no era óbice para que el día de autos el comercio local cerrara por la tarde. Otras tenían un status superior como Las Angustias, cuya procesión presidía la corporación en pleno; Las Candelas, celebrada el día en que se casan los pajaritos y en el cual las sociedades recreativas organizaban bailes de etiqueta; el san Lázaro al que acudía gente de todo el Ribeiro; las de san Antonio, con solemne procesión que llegó a presidir el obispo siendo la fecha instituida para estrenar las galas de verano, y las del glorioso san Pedro, que junto a las solemnes del Corpus y el Portal, había corridas de toros y lanzamiento de globos aerostáticos.

Sin embargo junto a las de botafumeiro, novena y procesión permanecían Las Arnadas, un festejo “laico” no adscrito a devoción alguna por lo que, presumimos, debía contar con el beneplácito de don Cesáreo. Tuvo mucha importancia a lo largo del siglo XIX y se la conocía como la romería de las empanadas y el buen mosto. Nuestros semanarios daban cumplida nota en sus crónicas, así El Obrero en 1893 dice “Las Arnadas, verificada en el Codesal, estuvo muy concurrida por el bello sexo.

El Ribadaviense (1921) informaba que los festejos en El Codesal estarían amenizadas por La Lira, y añadía: Habrá bailes, cucañas, regatas y acordeones y premios a los que mejor bailen la jota y la muiñeira. Con el paso de los años el sarao fue acercándose al centro urbano, ya que los pocos ribadavienses que saben de ella, la sitúan en La Foz incidiendo en el tema de las empanadas y señalando los años treinta como el final del festejo.

La presente fotografía que está cerca de cumplir un “século”, nos muestra el pesado barco en las márgenes del caudaloso Miño, ocupado por unos divertidos vecinos el día grande de la romería “agnóstica”. Entre los asistentes reconocemos a Gonzalo García Boente, Javier Meruéndano al lado del remo, Celeste Gallego, Tirso Sánchez, Rosita Alonso y Castor Sánchez; de pie junto al barquero del que no sabemos su nombre, A. Meruéndano, le sigue un jovencísimo Carlos Sánchez con la mano en el bolsillo y en el centro de la foto abrazados Manuel Meruéndano y M. Diéguez “El Moreno”.

Mientras tanto Rivera Abraldes seguía fustigando a la clerecía y desde las páginas de El Intransigente felicitaba a su camarada madrileño El País por la vibrante campaña que en contra de los jesuitas viene haciendo. Al tiempo que editaba conjuntamente con Víctor Vázquez una estupenda Guía de Galicia (1883) donde describe la antigua morada de los franciscanos en Ribadavia como viejo y ruinoso convento, esfumado por la niebla del río, y a su vera-como un contraste simbólico de los tiempos- un puente de la vía férrea airoso y elegante.

Un negativo diagnóstico pese al cual y a la tirria que le producía todo lo eclesiástico, no le impidió construir sobre dichas ruinas, adquiridas en pública almoneda los días de la Desamortización, su vivienda particular, como también pretender cargarse la escalinata de acceso al atrio de la iglesia conventual so pretexto de mejorar la entrada a su finca, haciéndose cargo, eso sí, de las obras de demolición y reparar la estrecha rampa pegada al templo para que hiciera las veces de la escalinata, como recuerda Samuel Eijan en su Historia de Ribadavia. Algo que pese a esgrimir para tal objeto razones de ornato público, no fue autorizado por el obispo de Orense, encargado del convento tras la exclaustración, y así se lo remitió al Ayuntamiento en 1882 un año en que una vez más don Cesáreo Rivera volvía a ocupar la alcaldía de Ribadavia.

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