Opinión

Pobres que hacen millonarios

Este verano hay bastantes cuerpos humanos en venta. No son esclavos, sino jóvenes a veces semianalfabetos que corren en calzoncillos dándole patadas a una pelota.

Está en venta, por ejemplo, un señor franco-guineano de 23 años llamado Paul Pogba por el que varios equipos del fútbol están dispuestos a pagar 120 millones de euros, aparte de otros ingresos y los alrededor de veinte millones que recibirá anualmente de su comprador.

Siendo parte de un equipo, además, con más de veinte jugadores, mucha gente en especial religiosa denuncia como injusto pagar tanto por ver corretear a este joven alto, fuerte y habilidoso, habiendo tanto pobre por el mundo.

Es el reproche de quienes no entienden que el juego es una actividad tan valorada como los alimentos por la humanidad, incluso por los hambrientos.

El juego en todas las especies animales nace con su propia existencia como escuela de supervivencia, pero su valor económico entre los humanos, analizado por primera vez por el antropólogo inglés Burnett Tylor en 1879, ha ido creciendo al convertirse en un espectáculo festivo cotidiano.

El deporte, señalaba Johan Huizinga en 1954, en su biblia de la antropología, “Homo Ludens”, adquiere valor económico al unirse a la emotividad de los seguidores de cada jugador o atleta, o de sus equipos, en los que además resucita emociones primitivas, incluso las más salvajes, émulas de la lucha por la vida.

Y de todo ello no se libra ni el más pobre de los seres, incentivados ahora por los medios de comunicación.

Hay una gigantesca desigualdad de salarios entre los trabajadores comunes y los deportistas de élite –también los hay pobres-, pero, lamentémonos menos, hasta los desempleados la aprueban y se privan de sus comidas para postrarse ante sus tótem.

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