Opinión

De los cambios de nombre

Como una buena parte de nuestros lectores conocen, ni David Bowie se llamaba David Bowie, ni tampoco se llamaban así Freddy Mercury o George Michel. El primero se llamó David Jones, el segundo había nacido en Zanzibar como Farrokh Bulsara, y el tercero, de origen grecochipriota, era Georgios Kyriacos Panayiotou. Elton John nació como Reginald Kenneth Dwight, y Ringo Starr lo hizo como Richard Starkey, que eran los nombres de su padre del que ni siquiera guarda recuerdo. Se trata por tanto de una costumbre extendida entre las estrellas musicales y cinematográficas cambiarse el nombre ya por disimular sus orígenes o por considerar que los de pila no son nada comerciales. Cary Grant, nacido en Inglaterra, decidió adoptar este nombre y apellidos porque juzgó que los suyos de nacimiento –Archibald Alexander Leach- sonaban excesivamente británicos y con ellos jamás triunfaría en Hollywood, algo muy similar a lo que le ocurrió a Rita Hayworth, hija de bailarín español y llamada en verdad Carmen Margarita Cansino. Aquello sonaba demasiado hispano y eso que la diva es muy probable que desconociera lo que en español significa su apellido.

Ocurre sin embargo, que renunciar a un nombre verdadero esconde para el que lo hace no solo una renuncia, sino probablemente un sentimiento de traición hacia los orígenes, y más aún si los motivos no son de verdadera fuerza mayor, sino debidos a necesidades comerciales. Si uno salva la vida con ese acto, la ingratitud subsiguiente pasa a segundo plano. Eso debió pensar el político decimonónico Juan Álvarez de Mendizábal, al que la Historia conoce por su famosa ley de Desamortización de los Bienes de la Iglesia llamado en realidad Juan Méndez a secas, que prefirió adoptar apellidos rimbombantes y de estirpe vascongada, para disimular su etnia supuestamente judaica no fuera el destino que el antisemitismo latente en la sociedad española decimonónica se exacerbara y acabara en la cárcel o algo peor –en 1826, reinando el infame Fernando VII, se ejecutó al último reo ajusticiado por el tribunal del Santo Oficio aunque parezca increíble- y no es cosa de dudarlo. En esa fecha, Mendizábal tenía 36 años, vivía exiliado en Londres como tantos otros y el rey felón se la tenía jurada.

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