Opinión

Capital dilapidado

Produce en verdad cierta pesadumbre asistir a una dilapidación tan contundente del caudal de respeto popular, como la que el emérito Juan Carlos I ha sometido el suyo con el pueblo español al que durante mucho tiempo infundió respeto, lealtad y confianza. Contradiciendo las sospechas que transmitía el proceso de su propia designación, el monarca planteó un reinado que quiso ser desde el principio un modelo de lealtad a los más nobles principios y a la recién nacida nueva etapa, y así afrontó aquellos delicados instantes en los que se dirimía nada menos que el futuro, encabezando el proceso como más alto representante de una ejemplar monarquía parlamentaria construida sobre las bases de un estado moderno y garante de los principios democráticos. En Juan Carlos todo eran incógnitas, comenzando por su propia elección. Franco lo prefirió a él antes que a su propio yerno el infante Alfonso de Borbón, nieto como Juan Carlos de Alfonso XIII, e hijo del infante don Jaime que no pudo aspirar a la corona por ser sordomudo. El dictador parecía decidido por el primero de ambos primos para darle la corona, -no en vano lo casó con su nieta Carmen Martínez Bordiú- y sin embargo, para sorpresa general, prefirió a Juan Carlos, hijo de Don Juan primero válido en la línea sucesoria de una corona que le fue negada. Don Juan aceptó abdicar en su hijo segundo Juan Carlos, quien en su infancia había matado a su hermano mayor y primero en línea sucesoria, jugando ambos con un arma que, por sorpresa, estaba cargada.

El comportamiento privado de Don Juan Carlos I ha distado mucho de ser ejemplar desde el día mismo que subió al trono, pero todas sus flaquezas se orillaron en aras de un escenario de estabilidad y concordia que pueblo, medios e instituciones, aceptaron de buen grado para no perturbar una operación superior. La operación se saldó con nota y la frivolidad del soberano se disculpó por considerarla continuidad de las costumbres de sus antepasados. Por tanto, hubo pacto general y se acabó la polémica.

Lamentablemente, estos hábitos fueron a más mientras la comprensión popular fue a menos. Hoy, y tras un rosario de disparates, Juan Carlos es un exiliado de oro por sus propios deslices que quiere volver a casa. Ardua cuestión por tanto pero no por ello de principio inaceptable.

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