Opinión

Despedida por carta

Las cosas no suceden de un día para otro y este triste epílogo que marca la existencia del rey Juan Carlos constituye el episodio postrero de un largo proceso cada vez más ingrato y complicado que ha vuelto a poner a su hijo en la dolorosa coyuntura de elegir entre su corona y sus cariños personales. Ya tuvo que hacerlo Felipe con anterioridad, liberándose institucionalmente de todos los vínculos que podía identificarlo con su hermana Cristina esposa a su vez de Iñaki Urdangarín, el jugador de balonmano a quien regalaron un título universitario para no desentonar en la Familia Real y cuyos manejos acabaron con él en la cárcel. A ese cortafuegos tan necesario como desagradable, ha tenido que unir unos años después otro mucho peor pero más imprescindible aún que el que  le separó de su cuñado y de su hermana. Felipe VI se ha visto en la desgarradora necesidad de echar a su padre de España.

Todo empezó con una cacería de elefantes y una fractura de cadera, un episodio vergonzoso que anunció la llegada de profundos cambios institucionales. Al sainete del safari  le precedieron otros escenarios altamente preocupantes que comenzaron a carcomer la peana donde el monarca estaba instalado. Aquella lamentable entrevista con la periodista británica, la batida de osos en Hungría en la que supuestamente los animales en la diana estaban drogados o borrachos, la supuesta doble vida sentimental del soberano, los equívocos comportamientos de miembros de la Familia Real y, andando el tiempo, sus negocios. Todo fue desmoronándose en derredor del rey hasta que la situación le obligó a resignar la Corona a favor de su hijo y heredero. Fue el inicio de una muerte anunciada cuyo final se escribió el domingo. Una carta dirigida a  su hijo  expresa su voluntad de residir fuera de España. A pocos escapa la convicción de que las presiones recibidas por su hijo,  entre las que no conviene despreciar en absoluto las que han partido desde la propia Moncloa, han precipitado la situación que ha tratado de disfrazarse de una decisión tomada unilateralmente por el viejo monarca. No hay tal, y estos episodios que jalonan la historia  de las casas reinantes a lo largo de los siglos jamás son casuales ni responden a una disposición tomada en caliente.

Juan Carlos sigue siendo rey. Sigue manteniendo su estatus. Pero exiliado sin duda confortablemente. Lo que pasa es que esta historia no va a acabar así.  Ni mucho menos.

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