Hace unos días, los periodistas le preguntaron al entrenador del Liverpool, el alemán Jürgen Klopp, su opinión sobre las medidas adoptadas para combatir los peligros del coronavirus. Pragmático y respetuoso, el técnico germano declinó emitir una opinión porque consideraba que él no era nadie para ofrecerla, y la materia por la que se le preguntaba era lo suficientemente delicada como para guardar respetuoso silencio y dejar a los expertos que tomaran las medidas que estimaran necesarias. Klopp puso cara de circunstancias en la sala de prensa de Stanford Bridge cuando le pidieron opinión sobre el particular: ¿Quién soy yo para opinar sobre la tarea de los expertos en un tema tan importante? –manifestó Klopp visiblemente molesto- Soy simplemente un entrenador de fútbol con una gorra y mal afeitado. Los que saben deben aconsejar qué hacer, y los demás lo que debemos es hacerles caso, para eso saben”.
Klopp es un personaje que siempre ha dado muestras de pragmatismo y sentido común, un manojo de virtudes del que carecemos una buena parte de los españoles. Como profesional del deporte ha demostrado un nivel envidiable, y, a pesar de las últimas derrotas de los “reds”, ha conseguido en dos temporadas hacer de un equipo muy malo, el virtual ganador de la Liga de su país y todo un campeón de Europa. Pero no solo ha puesto al Liverpool en órbita tras muchos años de secano, sino que se ha convertido en un referente continental admirado y respetado por su manera de entender el fútbol, su método de preparación y su modelo táctico. Ahora lo es tan bien, y a nadie debe sorprenderlo conociendo sus antecedentes, en un virtuoso ejemplo de humildad y prudencia.
En un entorno como el que hemos construido, en el que las exigencias sociales empujan con frecuencia a la adopción de comportamientos atrabiliarios y en el que nos hemos dejado avasallar por unos creadores de opinión de marcado cariz diletante, personajes tan sensatos y equilibrados como Klopp tienen la virtud de abrir las ventanas. Hoy, estamos literalmente subyugados por influencers, youtubers, instagramers, opinantes aficionados, hacedores de tendencias y otros oficios variados que emiten juicios de valor sin la más mínima base ni el conocimiento más elemental. Lo peor de todo es que, además, les hacemos caso.