Opinión

El grosor de los botones

Algo tendrá la salud mental de los políticos cuando genera tantas dudas. De hecho y a estas alturas del nuevo milenio, el país que eligió a Donald Trump como presidente comienza a plantearse en serio la posibilidad de haber elegido para el puesto a un orate. Pero una cosa es afrontar el tema como una anécdota, muy celebrada seguramente por una nutrida pléyade de humoristas que pululan por teatros, espectáculos, cadenas de radio y televisión o plataformas digitales para los cuales la figura presidencial es una fuente inagotable de chistes, bromas y pitorreo. Yotra muy distinta es hacerse esa pregunta desde el muy serio y grave sentido institucional.

La sospecha ha trascendido la barrera puramente popular que suele tomarse a chifla a este sujeto del mapache disecado sobre su cráneo y se ha convertido en una preocupación real que arruga el ceño de los verdaderos centros de opinión política de los Estados Unidos. Es triste, duro y sobre todo sorprendente que la clase dirigente estadounidense se pregunte con la angustia pintada en el rostro si no habrá elegido a un loco de atar para sentarse en la silla del despacho oval. Para un europeo medio, con sus cabales bien puestos, lo verdaderamente sorprendente es que el pueblo de los Estados Unidos eligiera a semejante ejemplar para desempeñar su presidencia. Puede ser el enrevesado sistema electoral norteamericano, puede ser la casualidad, el predominio del medio rural sobre el urbano, o cualquier otra cosa la causa que haya convertido a Donald Tramp en líder del estado más poderoso del mundo, pero creo firmemente que a los europeos no se nos habría ocurrido una extravagancia semejante. Todo lo que lleva haciendo Trump desde que asumió la presidencia está pintado de absurdo y aquellos que sospechan que puede estar realmente mal de la cabeza crecen diariamente hasta el punto de que lo que al principio era un chiste que nos divertía a todos hoy es una alarma generalizada.

Pues mal arreglo tiene el caso aunque peor lo tiene Corea del Norte, en cuyo ordenamiento jurídico -si es que existe- no entra descabalgar al que manda si es que se ha vuelto majareta. Por lo menos no aplicando métodos legales y democráticos. El último diálogo entre dos interlocutores que mantienen en vilo el mundo ha consistido en preguntarse mutuamente quien tiene el botón más gordo. Como el duelo dialéctico suena a otra cosa, yo los pondría a los dos a mear a la orilla de un río neutral y que un árbitro también neutral tire de metro y mida. Igual nos dejan tranquilos.

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