Opinión

El humor castigado

Recuerdo yo con nostalgia aquellos lejanos tiempos en los que los humoristas e incluso los particulares en interminables veladas que acababan pasadas de copas a las tantas de la mañana, no tenían filtro alguno para contar chistes porque contar chistes era una función social no exenta de nobleza ya que contribuían a animar las reuniones y ponían en el mapa profesiones, caracteres e incluso lugares geográficos apenas conocidos. Era el caso de Lepe, un pueblo costero de la provincia de Huelva, luminoso y trabajador donde los hubiere, con una renta per cápita que era la envidia de miles de municipios y que se puso de moda no solo por sus playas, sino por los chistes de leperos que, solían ser versiones actualizadas de otros más antiguos de paletos o huertanos de donde fueran y tuvieran fama de poco espabilados. 

Antes, un suponer, uno solicitaba venia para contar determinados chistes. Por ejemplo, recuerdo que en muchas ocasiones me pedían disculpas antes de contar un chiste de chulos madrileños pero se contaban, yo sonreía muy fino, y Santas Pascuas. Lo mismo ocurría con los de andaluces y su siesta continua, los de catalanes y su conocido amor por la pela, los de vascos y su fortaleza innata, o los de baturros que obligaban a descarrilar un tren o de un zurriagazo cambiaban un río de cauce. Había chistes de curas y monjas, de médicos, de gitanos, de casas de lenocinio y de homosexuales –en ninguno de los dos casos se utilizaban estos delicados apelativos sino algo más potente- y las gentes no se liaban a mamporros porque estaba habituada.

Hoy, la cosa de contar chistes se ha puesto tan delicada que ya nadie se atreve a abrir la boca en una reunión para no herir susceptibilidades no sea que uno cuente un chiste de astrofísicos o de bioquímicos expertos en arquitectura molecular y se arme un cisco. Y no digo nada de los profesionales del humor, a los que dan ganas de dar veinte euros y evitarles el mal trago de correr sobre un lecho de ascuas tratando de apañar un monólogo en el que nadie se sienta aludido. Es por eso por lo que casi todos apelan a la primera persona, porque si alguien se tiene por insultado que al menos sea uno mismo. Hoy, el sustituto es el meme. Pero aunque sea el chiste del siglo XXI, no hay color con los de la vieja escuela: “¿Saben aquel que diu…?”. Eso era otra cosa.

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