Opinión

Los generales republicanos

En este empeño mío por pasear las avenidas de la Historia me he detenido en el delirante episodio de la revolución cantonal, un suceso digno de frenopático en el que los auténticos perdedores de un periodo en el que todo el mundo se dejó pelos en la gatera fueron los presidentes del poder ejecutivo de la República que lo sufrieron de pleno. Especialmente, Francisco Pi Margall, ardiente defensor de la república federal que hubo de enfrentarse a la dolorosa tarea de frenar el avance de los sublevados cartageneros, un ejercicio durísimo para él porque, al fin y al cabo, los sucesos forjados en Cartagena respondían, aunque sacados completamente de quicio, a sus propias teorías. Al final, y tras amargarle el breve mandato al desventurado Salmerón, aquella locura contagiada de ciudad en ciudad que acabó por revolucionar todo el costado este de la península, lo resolvió a la brava Emilio Castelar. Castelar era republicano unitario que aceptó a regañadientes la encomienda de reconducir la República y pidió para ello efectivos militares y policiales suficientes como para mantener el orden y hacer cumplir la ley. Exigió el respaldo de la cámara y la ayuda de los generales más representativos, y recibió el compromiso explícito de dos personajes clave en la influencia de la milicia. El de Arsenio Martínez Campos y el de Manuel Pavía que este último cumplió hasta sus últimas consecuencias. Como capitán general de Madrid, Pavía ordenó el desalojo del Congreso para ayudar a Castelar en sus peores momentos. Republicano devoto y unitario como él, el militar andaluz envió a los jóvenes soldados del regimiento de Cazadores de Mérida para desalojar a sus señorías, y permitir que Castelar siguiera presidiendo el Gobierno.

De estas cosas, los diputados de hoy que abogan por la República no tienen en general ni la más remota idea, y algunos políticos muy comprometidos con el ideal republicano como Cayo Lara, todavía enarbolaban en sus discursos públicos la estupidez de que Pavía entró en la sede del Congreso a lomos de su caballo.

Pavía, no salió de su despacho y le bastó con colocar dos cañones descargados en la calle para intimidar. En la Restauración fue respetuosamente reconocido por Alfonso XII y elegido diputado por Madrid. Cánovas le nombró senador vitalicio y con él almorzó el último día de su vida. Esa misma noche, murió de un infarto. Era enero de 1895.

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