Opinión

La comida bufa

La concatenación de episodios bufos y situaciones saineteras parecen distinguir en la actualidad las sesiones del Congreso de los Diputados. Es cierto que el edificio de la carrera de San Jerónimo cuyas puertas guardan dos leones fundidos con los cañones capturados al moro llamados Daoíz y Velarde en honor de los héroes del 2 de mayo, las han visto de todos los colores, pero es más cierto aún que muy pocas veces la vida parlamentaria ha sido tan roñosa y miserable como lo es ahora. La sede de la Cámara Baja fue inaugurada por la reina Isabel II en 1850 y ocupa un solar que antes era la iglesia del Espíritu Santo, de modo que mucho ha llovido a sus puertas y muchos pasajes gloriosos, vergonzosos, dramáticos y chuscos se han vivido entre esas cuatro paredes incluyendo dos desalojos forzados, uno de ellos con secuestro de la cámara incluido.   

Lo del diputado Rufián –es un apellido pintoresco sin duda y alguna sospecha debería poder formularse sobre sus ancestros llamándose como se llama- es otra de las muchas mamarrachadas a la que nos están habituando sus señorías con la impagable colaboración de las autoridades del Hemiciclo, si no fuera porque estas cosas que se toman como anécdotas burlonas acaban cobrando trascendencia y colándose en la Historia. Es cierto que no es lo mismo analizar los hechos durante el periodo vivido que esperar al dictamen de nuevas generaciones, pero pecaríamos de irresponsables si despacháramos las inclemencias del diputado Rufián tachándolas simplemente como la búsqueda desesperada de su minuto de gloria. Rufián  es un agitador profesional y sabe buscar argumentos de impacto, aunque sean indecentes y mezquinos. Los verdaderos culpables de que estos pasajes deshonrosos se produzcan son aquellos que tienen el deber de velar por la pureza y la distinción de los hábitos parlamentarios, y el reglamento de la Cámara posee herramientas suficientes para reconducir el comportamiento de sus representantes a pesar de los tajos que le han ido dando. El Congreso tiene una máxima autoridad que posee la facultad de llamar al orden y exigir respeto y sentido de la responsabilidad en las sesiones. Y no lo hace.

La libertad de expresión es sagrada como bien sabemos los periodistas, pero es también un culo de saco donde puede caber todo. Tan difícil como necesario es separar el grano de la paja.

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