Opinión

La eterna olvidada

La I República, -esa que los republicanos españoles ignoran porque la desconocen y cuando quieren marcarse un conocimiento suelen equivocarse de medio a medio- fue uno de los episodios más insensatos e intensos de toda la historia del país en dos siglos largos. No fue, como la segunda de ellas, fruto de unas elecciones mal calculadas desde el poder  y peor resueltas, pero sí se instaló sobre bases muy frágiles y sobre las cenizas aventadas por un rey que, en última instancia, salió tomando el olivo.

En todo caso, y para explicar con afán didáctico las consecuencias de instaurar una república sin base sólida y sin el más mínimo acuerdo, conviene subrayar que aquella que se metió de matute en las Cortes cuando el rey Amadeo salió pitando y maldiciendo un país al que él mismo consideró “un patio de manicomio”, se conformó con el inapropiado telón de fondo de tres guerras superpuestas. Se dirimían la de Ultramar con las colonias en franca rebeldía, la carlista en su versión más cruenta, y la cantonalista que es la más disparatada guerra que ha tenido lugar nunca en territorio español. Instalar como remedio a un vacío de poder originado por la renuncia sorpresa de un rey, una república prendida por alfileres fue un error manifiesto que pronto comprendieron y padecieron los propios republicanos especialmente los más inteligentes, divididos a su vez en partidarios de una república federal o una república unitaria, y subdividíos incluso en varias familias que fraccionaban aún más sus respectivos pensamientos. La aventura fue tan delirante que en el breve espacio que transcurre entre febrero de 1873 y diciembre de 1874, y como no dio tiempo a aprobar una Constitución republicana, tuvo cuatro llamados presidentes del Poder Ejecutivo   (Figueras -quien huyó de allí dejando un sobre que decía, “señores, me tienen ustedes hasta los cojones- Pi Margall, Salmerón y Castelar), un golpe republicano dentro de la República que encabezó Pavía,  un presidente del llamado ministerio-república (el general Serrano), un sustituto que asumió en su ausencia la presidencia  (el general Zavala), un sustituto del sustituto (Práxedes Sagasta), un levantamiento definitivo con Martínez Campos a la cabeza,  y un presidente de un ministerio-regencia (Cánovas del Castillo) hasta la llegada del nuevo rey, un joven llamado Alfonso de Borbón que fue Alfonso XII. Eso, explicado a trazos gordos. Lo menudo es aún más instructivo.

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