Opinión

La rebelión del campo

Las rebeliones campesinas han marcado muchos y muy amplios territorios de nuestra existencia como pueblo. Se caracterizaban por su energía, su multitudinario apoyo y su trágica presencia. El campo es el gran olvidado siglo tras siglo, y cuando los campesinos –hartos de arbitrariedades y comidos por la necesidad y la miseria- se levanta en armas empuñando guadañas, hoces y hondas, simplemente tiembla el misterio.

El siglo nuevo ha institucionalizado nuevos métodos de protesta que no se habían asomado por el campo gracias a las barreras sindicales que fueron atemperando las ansias de protesta de un colectivo que siempre ha estado en la instancia misma de perder los nervios. Es cierto que los sindicatos agrarios han jugado papeles de primer orden en este escenario seguramente al contrario de los sindicatos mineros, que permitieron la laminación completa del sector de la minería sin apenas asomar la cabeza salvo en las ridículas citas del gobierno de Zapatero en Rodiezmo, bajo la batuta de José Ángel Fernández Villa, un combativo líder sindical al que se le adivinaron las enaguas cuando, en 2012, la Fiscalía le acusó de haber ocultado la propiedad de un millón y medio de euros acogiéndose a la amnistía. El veterano líder prefirió retirarse por motivos de salud. Y hasta la fecha.

Entrado que ha sido el nuevo milenio, el campo ha ido capeando el temporal hasta que ha estallado y se ha echado al monte. Está hoy en la calle, en pie de guerra y movilizado por todas las carreteras de España amargándole la vida a un Gobierno que ha calculado mal la importancia del movimiento. El campo necesita de una profunda renovación que el Gobierno no se ha planteado y se ha tomado a broma hasta que le ha estallado en las manos. Ha juzgado mal la fuerza de un colectivo empresarial campesino que cada vez se mueve en límites más precarios, ha utilizado argumentos mediocres que ya no pueden convencer a quienes están defendiendo un futuro que en esta situación se les niega, y no han sabido aplicar factores correctores que enmienden un reparto injusto en la cadena de producción. Los precios que cobran los productores son ridículos y el panorama es cada vez más grave, por lo tanto el poder tiene que abandonar definitivamente la tentación de hacer demagogia y ha de abordar con lógica y equidad este y otros problemas. Este concretamente le está llamado a la puerta.

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