Opinión

La sonrisa vertical

Alfonso Guerra ha sido un verso suelto de dotes extraordinarias y humor vitriólico, que cometió durante su larga carrera política algunos desmanes especialmente domiciliados en su Andalucía natal donde el partido al que perteneció desde su juventud hacía y deshacía a su antojo. Individuo apegado a una familia que comenzó a vivir de la habilidad política de aquel hábil y dispuesto muchacho, famoso se hizo su hermano, quien montó un chiringuito de influencia en Sevilla para repartir mercedes y cargos y a embolsarse un jugoso estipendio por cada favor negociado.

Pero quien empezó machacando al vecino sin piedad, y supliendo con endiablada y malévola habilidad sus propias carencias, fue madurando y evolucionando hasta convertirse en un referente imprescindible para entender la España del cambio. Guerra fue formándose a sí mismo, leyendo y aprendiendo de un modo incansable, jugando con extraordinaria competencia el juego político y robusteciendo paulatinamente su compromiso, no solo como figura política prácticamente irrepetible en su partido, sino como sabio defensor de un modelo institucional, serio e innegociable.  Los jóvenes socialistas de la Transición entre los que figuraba, recibieron la vacía carcasa de un PSOE histórico superado, para constituirse en opción política necesaria como contrapeso al centrismo de Suarez. La fórmula Cánovas-Sagasta se rescató con González y Suárez, y Guerra fue uno de los grandes constructores de este edificio sin olvidar a Carrillo y Fraga.

Hoy, Alfonso Guerra está por encima del bien y del mal, pero conserva intacto ese mordaz sentido del humor que se abraza en su credo político son una inamovible fidelidad a su país, a su gente y a los legítimos pilares constitucionales. Guerra es, como lo fue Pablo Iglesias cuando fundó el partido en la taberna “Labra”, un español comprometido y entregado a la causa de la libertad, el orden y la soberanía nacional. Ayer proclamó, acompañando sus reflexiones de la consabida y nunca bien ponderada sonrisa vertical que le caracteriza, que solo se reuniría con Torra para satisfacer un interés antropológico. Y continuó en los micrófonos, desgranando una letanía de reflexiones que debería sacarle los colores al presidente Sánchez. No hay peor cuña que la de la misma madera. Lo malo es que Sánchez no quiere tener de Guerra ni la hora. Entre otras cosas porque fue Guerra quien lo tiró por una ventana.

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