Opinión

Legitimidad ética

Confieso que las imágenes transmitidas desde la Complutense de Madrid donde una partida de feroces estudiantes vociferaba ante la presencia de la presidenta de esta comunidad me han mantenido inquieto durante algunas jornadas. La libertad de expresión es, evidentemente, un bien irrenunciable del que no siempre hemos disfrutado los periodistas, a los que en no infrecuentes periodos de la historia de España se ha mantenido atados de pies y manos y con la boca tapada por una mordaza. Los más viejos del gremio recordamos aquellos tiempos oscuros en los que, con cierta asiduidad, el ministerio de Información enviaba editoriales con el sello de “obligado cumplimiento” escrito en el borde superior del teletipo. Se nos subía a la cabeza la sangre a los más jóvenes, aquellas chicas y chicos que ya acaparábamos una honrosa e inútil insumisión en aquellas redacciones del tardo franquismo, al ser testigos de aquellos ataques flagrantes a un derecho y un deber que estaba todavía muy caro.

Por eso, los que estuvimos en aquellas trincheras y luchamos mejor o peor por lo que luchamos, sentimos sorpresa cuando no indignación a la vista del lamentable espectáculo exhibido en un recinto sagrado como la Universidad por estas generaciones que no necesitan jugarse el bigote o las trenzas por defender la esencia de la función informativa simplemente porque ya no hace falta. La estudiante incendiaria que se subió al podio para maltratar a la Faciultad en el que se ha formado e insultar y vejar a la presidenta Ayuso, tiene seguramente derecho formal a hacer lo que hizo pero carece de autoridad moral para hacerlo. También los que llamaron “asesina” a la homenajeada. Como periodista me avergüenzo de estos comportamientos que pueden producirse en cualquiera de las dos malditas Españas que siguen lastrando nuestra bendita convivencia y siguen empeñadas en imitar a los personajes que Goya enterró hasta los muslos en un foso de arena y se tundían a garrotazos.

A mí, estos presentes o futuros periodistas berreando iracundos y protagonizando la execrable función del escrache no me representan y espero que el oficio los reconvierta o los rechace, porque ese comportamiento está reñido con nuestra función y los principios que, en pleno siglo XXI nos distinguen y legitiman.

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