Opinión

Lo feo y lo más feo

Puestos a reconocer, reconozcamos que el monumento a las víctimas de los atentados del 11-M que se alza a la salida de la estación de Atocha en Madrid es feo con ganas. Y no solo es feo, sino que su ausencia total de prendas lo ha convertido en prácticamente invisible. Nadie se fija en él cuando transita por esta zona de la geografía madrileña –un rincón despejado, señorial y francamente concurrido- porque es una especie de pozo de color gris sin apenas signos externos que para peor circunstancia, a día de hoy no puede ser visitado porque se encuentra sumido en una batería de obras de reacondicionamiento que llevan camino de eternizarse y que bloquean su acceso. 

Claro que si de lo que se trata es de satisfacer una curiosidad, tampoco una visita al interior representa recompensa alguna ni sacia ningún interés concreto. Se trata de un cilindro hueco y desnudo que alberga los nombres de los fallecidos en el atentado de la contigua estación jalonando sus muros. Todo está tenuemente iluminado y su única aplicación es, sin la menor duda, recordar los horrores de aquel ataque criminal que sembró Madrid de sangre y de muertes inocentes. La causa judicial se cerró apresuradamente, y dejó un saco de incógnitas sin resolver, malvados sin castigar y centenares de cabos sueltos, mientras que el recuerdo de los caídos en semejante episodio asesino se enturbió muy pronto con el maldito rifirrafe político que hizo dos bandos de los deudos y sembró desencuentros irreconciliables entre ellos y sus asociaciones representativas, con unas elecciones inmediatas que cambiaron de signo en un instante, y que seguramente deberían haberse aplazado hasta que el país se recobrara de la terrible conmoción que originó el suceso.

Quince años después de aquella tragedia terrible, ha llegado Vox para solicitar su demolición aportando una nueva chifladura a las muchas que el monumento ha padecido. Ninguna ciudad –grande y pequeña- se ha librado de polémicas referentes a la utilidad, estética o emplazamiento de sus monumentos, y todos esos desacuerdos han generado broncas eternas. Lo mejor es dejar las cosas como están, en su lugar original y con independencia de su fealdad o belleza porque, al fin y al cabo, representan recuerdos, algunos tan tremendos como es dudoso pilón tan feo como la fatídica evocación que rememora.

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