Opinión

Los tres poderes

Si bien mi nivel cultural da malamente para rellenar los autodefinidos que suelen publicarse en estas páginas los fines de semana, me satisface suponer que supera  holgadamente al que caracteriza a un elevado tanto por ciento de aquellos que se sientan en los bancos del Congreso de los Diputados. Recuerdo con sorna algunos de los discursos de un conocido diputado de la entonces naciente Izquierda Unida que todavía manejaba con disciplinada inopia la idea de que la I República había sido disuelta por el general Pavía entrando a lomos de su caballo en el Hemiciclo sable en mano. Y eso que en aquel tiempo, pongamos que a primeros del nuevo milenio, el nivel de pensamiento de sus señorías era mucho más alto que el de ahora. El de ahora no solo es infame, sino que es también osado para interpretar a su modo todo lo que les caiga entre los brazos. Sin respeto hacia lo conseguido, sin capacidad analítica, ni templanza, sin sentido del estado, sin generosidad y sin respeto no iremos a ningún lado.

A juzgar por la situación que nos plantea la carrera de dislocamiento legislativo planteada por un Gobierno al que no le importa en absoluto el marco jurídico que va a dejar a los que le sucedan, ninguno de los que están modificando a su criterio y en función de sus necesidades el escenario legal han oído en su vida una palabra sobre el barón de Montesquieu al que se atribuye en general el cultivo de la idea que defiende y aconseja la separación de poderes. Es cierto que el pensador francés se inspiró para construir su modelo de Estado en las reglas que se consolidaban en el Parlamento británico y que habían inspirado líderes de pensamiento de la enjundia y el criterio de John Locke o David Hume, pero Montesquieu reunió todos esos conceptos en un tratado de filosofía política de importancia capital y cuyo pensamiento inspiró el comportamiento político y el desarrollo de todas las constituciones de los países avanzados desde entonces incluyendo por supuesto nuestra Carta Magna de 1812.

Todo eso lo ha eliminado de un plumazo Pedro Sánchez con su reforma exprés del Consejo General del Poder Judicial, demoliendo los cimientos que sustentaban las esencias que caracterizan un estado democrático. Lo más vergonzoso es que el estamento vilipendiado no ha abierto la boca. Es también una reacción natural. Los integrantes de los órganos cabeceros de estas altas instancias les deben sus posiciones de élite a los políticos y viven del alineamiento ideológico. Por tanto, silencio administrativo hasta que del viejo concepto no queden ni los rabos. Y luego ya veremos.

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