Opinión

La ministra de Bilbao

Hay en la historia del parlamentarismo español tantos gobernantes que se han perpetuado por sus incongruencias que no parece otra cosa que son más los que han pasado a la posteridad por necios que los que lo han hecho por inteligentes. No hace falta otra cosa que repasar nuestros archivos para encontrar ministros a los que se recuerda por un error de bulto, una mala decisión o una completa inconveniencia, y la última en cerrar hasta el momento este catálogo de disparates históricos es la ministra de Educación cuya ley se hará un hueco en el sentir general, con su propio apellido. Se llamará para la posteridad, “ley Celaá” en honor de María Isabel Celaá Diéguez, una dama de setenta y un años, profesora de instituto jubilada que se ha empeñado en ganarse un lugar en los anales por su polémico sistema de regular las relaciones entre la enseñanza pública y privada, y sus controvertidos planes de estudios. Lo de pasar a la historia gracias a una actuación que se bautiza con los apellidos de su creador le ha pasado a muchos ministros. Claudio Moyano, un circunspecto zamorano que ocupó la cartera de Educación y Ciencia a mediados del siglo XIX, confeccionó una ley de Educación tan provechosa que el ordenamiento educativo que promulgó en 1857 bajo el nombre de Ley de Instrucción Pública, permaneció vigente con ligeros retoques hasta la LOGSE de 1990 perpetuándose bajo el nombre de su autor, al que el pueblo agradecido por haber contribuido a mejorar sustancialmente la deplorable situación de la educación española, colocó por suscripción popular una estatua en su recuerdo que hoy se sitúa al final de la cuesta en el Madrid próximo al Retiro a la que también bautiza.

Celaá, la ministra que va a Bilbao cuando le da la gana como ella misma  advirtió en plena pandemia, no pasará a la historia por sus aciertos sino por sus errores, algunos de bulto y en todo caso, innecesarios, porque no había exigencia alguna por cambiar la ley, y mucho menos ofrecer un texto que sacudiera el avispero y enfrentara otra vez a dos sectores que parecían en paz y discreta pero no alterada convivencia. Una ley que, además, ha triturado injustamente el idioma español y su crucial importancia en la comunicación universal. Celaá no tendrá estatua. O eso espero.

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