Opinión

El misterio de los magnicidios

Los episodios históricos en los que hay una víctima y esa víctima es un rey o un jefe de Gobierno, cobran un extraordinario interés una vez han transcurrido los años suficientes desde que se produjo el suceso como para permitir un análisis ponderado, con sentido común, lógica e independencia por parte de las generaciones venideras. Uno de los más famosos magnicidios de nuestra historia es el que se llevó de este mundo a  Juan Prim, el general catalán adalid del progresismo, al que una banda de malhechores armados de trabucos y contratados para asesinarlo, cercaron y tirotearon en la entonces conocida como calle del Turco de Madrid –hoy marqués de Cubas en la trasera del edificio del banco de España- cuando viajaba en coche desde el Congreso de los Diputados hasta su domicilio en el Palacio de Buenavista el 28 de diciembre de 1870. Prim falleció el día 30, se inculpó a un pintoresco diputado republicano llamado  José Paúl y Angulo al que se hizo responsable de la contratación y mando de los emboscados, y los recientes investigadores han acabado responsabilizando del delito, bien al general Serrano, bien al duque de Montpensier o bien incluso a ambos a la vez, conspirando juntos o por separado y valiéndose para el complot de sus respectivos edecanes, José María Pastor y Felipe Solís Campuzano. La triste verdad es que no existe, siglo y medios después, certeza alguna sobre los hechos que desembocaron en  la muerte de Prim, como no la hay tampoco en torno a un suceso muy posterior y de similar impacto en la opinión pública de su momento, y de cuya comisión se cumplen treinta y cuatro años aunque parece como si fuera ayer.

Se trata de la muerte del político socialista Olof Palme, tiroteado en plena calle y a la salida de un cine, cuando era primer ministro de Suecia, y cuyo asesino no había sido identificado oficialmente hasta ayer.  El fiscal general del país anunció en el curso de una concurrida rueda de prensa que su departamento ha concluido definitivamente el magnicidio considerando que el autor de los hechos es un hombre solitario y bebedor llamado Stig Engtröm, empleado de una compañía de seguros. Se suicidó en el año 2000, y un periodista independiente ya lo había identificado por su crimen hace tres o cuatro años sin que las autoridades  lo tomaran en serio.

En todo caso, la duda es la duda y no se despejará jamás porque una de las características que distinguen a los crímenes de Estado es que siempre existen cabos sueltos. Sospecho que hay muchos intereses en juego como para resolverlos. Y lo bien que queda flotando el misterio.

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