Opinión

La normalidad del Vasco

La presencia de varios jugadores vascos en la selección nacional de fútbol y la propia final de la Copa del Rey celebrada en el estadio de la Cartuja de Sevilla este pasado fin de semana que disputaron los dos grandes  representantes del actual balompié vascongado, parecen ofrecernos en mensaje cercano a la certeza de que los años del crimen se han terminado. El partido lo ganó la Real Sociedad de San Sebastián imponiéndose gracias a un gol de justo penalti convertido por Oyarzabal, al Athletic Club de Bilbao. Y aunque el partido fue una verdadera cataplasma y lo ganó el equipo que aprovechó la única oportunidad real de marcar gol que se generó en todo el partido, lo verdaderamente destacable de la pugna fue el destierro de este demencial estado de cosas que, bajo el prisma de los nacionalismos extremos, había convertido el fútbol en una tribuna de expresión política feroz e intolerable.

La ausencia de público nos libra por otra parte del lamentable espectáculo que ofrece la hinchada del Barcelona cada vez que juega este partido y que consiste en silbar el himno nacional, la presencia del rey la bandera de todos, exhibiendo un ejercicio repugnante que en otras latitudes habría significado la toma de medidas mucho más severas. No hay nada bueno en esta estremecedora pandemia salvo que los hinchas independentistas no pueden ir al partido y nos ahorramos el impresentable espectáculo. Dentro de unos días, asistiremos a otra final de la Copa del Rey, la que corresponde a este año, y también la contemplaremos plácidamente y sin las gradas abarrotadas de activistas políticos partidarios de la independencia berreando sin control. El fútbol sin gente es como un jardín sin flores, pero hay casos en los que la ausencia se torna agradable. Este es el caso.

Un encuentro de fútbol privado de toda significación política y de toda reivindicación regionalista como el que dirimieron vizcaínos y guipuzcoanos, cuyo broche final fue una emotiva manifestación del internacional Oyarzabal acordándose de los amigos que ya no están, es un buen principio para esbozar un cambio real tras tantos años de plomo.

No es lícito olvidar que en esta guerra del País Vasco, ETA mató a 860 personas. Pero ahora sí da la impresión que, tras la tempestad, llega la calma.

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