Opinión

Un funeral de cine

Como muchos otros telespectadores a lo largo y ancho del planeta, me he aficionado a las series de televisión que suelen anidar en las nuevas plataformas de televisión de pago, aunque tampoco conviene despreciar ciertos productos de calidad que transmiten las cadenas convencionales. Si en los años ochenta el vídeo mató a la estrella de la radio, en estos albores del siglo nuevo, las series amenazan seriamente con acabar con la estrella del cine, al que están sometiendo a una presión atroz en un escenario de encarnizada competencia. El cine de siempre que ya es un arte centenario comienza a manifestar sus debilidades frente a un enemigo hecho igualmente de imágenes, pero mucho más flexible, intrincado y entretenido que una película de metraje estándar. 

El cine debe plantearse seriamente su futuro desde un punto de vista económico y comercial, sin duda. Pero también desde una visión estructural y artística, porque la proliferación de las series televisivas es una realidad y se advierten pruebas cada vez más significativas de que la batalla va a ser larga, dura y sin un favorito indiscutible.

Historias rodadas con medios espléndidos y sin escatimar en el gasto, desde aquel primer fenómeno que resultó ser “Perdidos” -resuelto finalmente con un cierre tan dudoso como discutido- las series divididas en capítulos y planteadas para durar más de un año de proyección han revolucionado el concepto de la narrativa y han sido capaces de establecer pautas que permitan prolongar las tramas el tiempo que la audiencia lo demande o lo necesite, ganándole por la mano al sistema cinematográfico, que no tiene más remedio que ajustarse a un tiempo determinado no superior a las dos horas de proyección según define el código de buen gobierno de una película. 

Hay series que se mantienen cinco y seis años de presencia con equipos de guionistas echando humo para retorcer los hilos de las tramas y procurarse salidas y caminos que garanticen la pervivencia de la entrega. Cuesta admitirlo, pero las series me están ganando. Yo que ustedes no me perdería “El alienista”, un relato estremecedor y muy potente, ambientado en el Nueva York de 1890, aunque el set de rodaje se estableció en Budapest, recreando el ambiente finisecular, sombrío y truculento, del callejero neoyorquino.

Nunca se me ha dado bien el oficio de oráculo y siempre que he tratado de predecir me he dado el gran castañazo y he rozado el ridículo. Por eso me contento con esta sugerencia. A lo mejor, las series se mueren a la vez pasado mañana.

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