Opinión

El subconsciente

Cada persona es un pequeño gran mundo, vulnerable a los avatares que se ocultan incluso en lo más cercano y conocido. Pero, ¿qué es lo conocido? ¿Se conoce de verdad al otro, a los otros? Posiblemente no. El mundo de cada uno se reprime ante la mirada ajena, necesita de la privacidad para guardar con la máxima seguridad ese cadáver que se dice, guarda en el armario del alma. Sin embargo, ese armario, que para el exterior parece no existir, corre el continuo peligro de ser abierto. Pero, ¿Siempre hay cadáveres? No necesariamente. Ni cadáveres, ni armarios.

Puede observarse que, tanto en ambientes amplios, desconocidos, y según circunstancias, como en lugares reducidos en los que hay que compartir espacio vital, la persona sufre una incomodidad difícil de disimular. Incomodidad que aflora en movimientos, palabras y actitudes. Supongo que para todo aquel que haya estudiado el lenguaje corporal, como por ejemplo y sin ir más lejos, la gente de teatro, sabe de lo que hablo. Hay un programa en un canal de televisión en el que suele salir una señora para desvelar cosas relativas al personaje analizado. El examen es tan somero que cualquiera lo podría realizar sin despeinarse. Uno de los lugares más idóneos para comprobar ese pudor innato que domina a la persona, es el ascensor. El ascensor es ese cubículo en el que, si se va solo, la libertad campa por sus respetos.

El espejo (si lo hay), es testigo y partícipe de muecas, retoques, color de la lengua, blancura dental, arreglo del traje, y en definitiva, lo guapo que se es. La imagen al otro lado del azogue reproduce fielmente la desinhibición e idiosincrasia del ocupante. Una vez fuera de él, todo vuelve a su cauce y la coraza se refuerza ante el mundo.

En cambio, si en el ascensor va más gente, el espejo deja de existir, la mirada se desvía para evitar el contacto visual, se juega con las llaves, se ampara la espalda en un lateral (nadie quiere ir en medio), a ser posible se rehuye la conversación, se protege el cuerpo con los brazos o carpetas, y si hay que hablar, ahí está el tiempo como tabla de salvación. Cada gesto inconsciente, cada variación de las manos, cada movilidad de las cejas, cada alteración o mohín, revela mucho más de lo que se quisiera mostrar. Y es que el ser humano es rehén de eso que llamamos subconsciente. Y el subconsciente siempre vende.

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