Opinión

En los pliegues del tiempo

Queridos lectores, fíjense en ellas. No importa que estén arrugadas por los años, endurecidas por los trabajos, adelgazadas por los días, y dañadas porque han dado demasiado. Han servido para todo, para lo más delicado y lo más rudo, para lo más sencillo y lo más intrincado. Obedecen órdenes sin rechistar. Son las manos. Las manos humanas que acarician y agreden, atacan y defienden, rezan, salvan vidas, curan, enjugan lágrimas, dan de comer, calman el dolor, cavan la tierra, luchan en el mar, mecen a los hijos… Son prodigiosas las manos. Las manos humanas. Nos servimos de ellas, las vemos constantemente y sin embargo, pasan como desapercibidas, como si no existieran…

¿Somos conscientes de su valor? Si hace frío las abrigamos, las frotamos entre sí, les echamos el aliento para rea-nimarlas. Pero, como cualquier otra gracia de nuestra anatomía, sólo las sentimos en el momento en que nos duelen. Son uno de tantos milagros que nos acompañan fielmente como leales servidores. Con ellas nos expresamos, escribimos, llamamos, estrechamos las del otro en señal de que van desarmadas, nos vestimos y rogamos. Son las manos. Aun las más ociosas, finas y hermosas, pueden hacer la vida más fácil. Y luego están las manos del bebé. Esas manos pequeñas, tiernas, amorosas, inofensivas, que se aferran en su debilidad a las fuertes del padre y buscan el maná precioso de la madre. Son las manos, esas manos que todavía no han volado por el tiempo para alcanzar el cielo o el infierno de la consciencia. El tiempo… Los misterios del tiempo, los arcanos de la historia que guardan para sí lo que subyace en las oscuridades de sus pliegues, sin contar con esa chispa de luz que desvela la sorpresa.

Esta vez ha sido en las cuevas de Altamira, ese tesoro que puede que nos reserve lo más inesperado. Hete aquí, que ahora se han descubierto tres huellas más, tres nuevas improntas de manos, y una de ellas, maravilla, por su tamaño parece infantil. Aquí salta la emoción y el corazón se acelera ante la imaginación que nos lleva al momento en la que una desconocida y pequeña criatura deja el sello vivo de su existencia en una roca. Quién era ese ser inocente que quiso que supiésemos que existía. ¿Jugaba? ¿Imitaba? ¿Comparaba? ¿Estaba en soledad cuando dejó así constancia, sin saberlo, de la infinita poesía de la vida? ¿De su vida? ¿De la nuestra?

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