Opinión

Escaladas y descensos

Mientras esto escribo, miro por la ventana y veo como se diluye la nieve en pequeños charcos de agua. Las máquinas quitanieves han amontonado en grandes bloques toda la que representaba un peligro para el viandante y la circulación en general, pero todavía hay hileras blancas que marcan la linde de los jardines que bordean los caminos. Las arboledas han dejado rastros de la lluvia nívea, a cuyo peso muchas ramas no han podido resistir y se han quebrado. Pequeños cadáveres de un fenómeno contra el que no pudieron hacer frente en la vejez y la vulnerabilidad que las aquejaba. 

Todavía quedan árboles que muestran pequeñas líneas albas que resbalan por sus brazos desnudos de hojas. Durante la nevada los pájaros desaparecieron, sólo uno ha persistido con un canto madrugador que poco ha durado, y las ardillas han debido de dormir el tiempo frío cobijadas en sus acogedores nidos a la espera de que todo se normalice para dedicarse a lo que saben hacer con sus idas y venidas, escaladas y descensos de los gigantes de madera: ser todo un espectáculo de agilidad y funambulismo, y llenar los ojos humanos de alegría. Ellas lo ignoran, pero verlas siempre despiertan la sonrisa y una sensación de encanto infantil. Es como volver a los cuentos de hadas con aquellos tiernos dibujos que las representaban en mil y un ajetreos en los que siempre abundaban algunas de ellas, erectas, con sus dientes afilados clavados en el fruto que sostenían sus minúsculas “manos”. Y como manta y timón de sus correrías incansables, esa cola preciosa móvil, esponjosa, larga, suave y voluptuosa que cubre sus graciosos cuerpecillos.

Es el invierno en todo su esplendor. Y con él, las demás criaturas que se mueven en la sombra y pernoctan en sus silenciosas y cálidas madrigueras durante el bostezo nocturno. Las que más se muestran a la vista dado su tamaño, son los ciervos en grupos de cinco o seis, que salen en busca del alimento a esa hora en la que se confunde la noche con el día. En la que la tierra queda suspensa en el punto justo del misterio, en el punto justo que no pueden medir los relojes. Ellos, los animales, son los que lo saben. Es la naturaleza de una estación callada, serena, que llama a la introspección y al recogimiento, y que, como todas las demás, ofrece la hermosura desnuda de su esencia, la maravilla de su propia existencia.

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