Opinión

Todo un mundo

De vez en vez, me encanta visitar esos establecimientos tan especiales llamados de antigüedades, en los que se puede encontrar desde un antiguo baúl de quien ha participado y llevado consigo en la II GM, a un tapón de corcho que a nadie interesa hasta el momento en que unas miradas lo sobrevuelan. Grandes locales en los que diferentes personas alquilan un espacio acotado para comprar y vender sus mercancías. Artículos de todo tipo. Ropas, sombreros, bolsos, zapatos, joyas y bisuterías, menajes de cocina, juegos preciosos de vasos y copas de fino cristal, lámparas, biombos, relojes, caras porcelanas, sartenes viejas de hierro, cocinas “económicas”, armarios, espejos, aperos de labranza, bordados, revistas antiquísimas, discos de cantantes hoy desconocidos que marcaron épocas… 

No hay nada que haya existido que no esté allí. Es la exposición más completa de aquello que sirvió a la humanidad para sobrevivir y que ahora se ofrece como algo mágico que ha vencido al tiempo con los deterioros de su sello inapelable. Maravillas que hablan, dicen y cuentan la historia de sus poseedores, si se sabe y se quiere escuchar. ¿A quienes pertenecieron? ¿Cómo llegaron allí? ¿Qué representaron en su momento? ¿Qué representan ahora, si todos las aprecian y compran sin discutir precio? Reflejos, incrustaciones, sedas, cestos que contienen pliegues en el aire, frascos llenos de bolas de cristal, cajas de galletas con cientos de botones, ángeles orantes, botellas de todas las bebidas y refrescos… 

Todo está allí, a la espera de ser valorado y acogido nuevamente en un hogar. Pero ya nunca jamás al que pertenecieron y salieron un día por inservibles, sustitución, o porque las circunstancias obligaron. Es el mundo entero fragmentado en pequeñas piezas, y cada pieza, cada fragmento, es un mundo en sí mismo. La vista se pierde y se recorren a los pasillos en los que se abren las pequeñas tiendas, unas puestas con orden, otras como almonedas abandonadas en las que se han echado a voleo el contenido de gigantes sacos de sorpresas. Esas son las que más me gustan. Las que se pueden mirar a placer, tocar sin miedo, acariciar si conmueven. Son pequeñas almas de metal, tela o cristal, olvidadas. Y cada pedacito de esas almas que fueron y aspiran a ser, lleva su etiqueta con el número de su ubicación y pertinencia del dueño. No hay pérdida.

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