Opinión

Los gestos que hacen carrera

Hace poco leí la historia del australiano Peter Norman, el primer atleta que en el momento de ganar sabía que iba a perder: es el tercer héroe del "black power" de los Juegos de México 86. A Norman le pasó factura no hacer nada en ese podio, no levantar el puño enlutado para mostrar su repulsa contra el apartheid.

Fue repudiado automáticamente en su país por su apoyo explícito pero a espaldas de la cámara. Mientras, sus compañeros de cajón Tommie Smith y John Carlos ya habían dibujado la frontera entre el racismo y el deporte. El mejor velocista de la historia de Australia no se merecía ni formar parte del equipo organizador de los Juegos de Sidney en 2000, aunque años más tarde, ya fallecido, el gobierno del país pidiera disculpas públicas e intentara restablecer su memoria como si eso pudiera hacerse.

Los gestos que no se hacen tienen el valor satélite que permite descargar la vista en los que sí se ven, como el beso de Lekhili en Os Remedios. Detrás de eso sonaba el aplauso cerrado de Os Remedios para el campeón de la categoría sénior y con los ecos de esas palmas se disparaban los flashes de los padres que echaron a sus hijos a correr.

Ourense, ciudad poco dada por lo general a las grandilocuencias que merecen la pena, ha generado 39 años de esfuerzo coral para que siempre haya un dorsal y unas zapatillas para el San Martiño. La ciudad ocupa casi siempre ese lugar donde se hace, y mucho, como si no se hiciera. Como si terminar la prueba fuese algo habitual porque a tu lado otros cinco mil jadean contigo. Por eso quien no corre la San Martiño tiene la sana intención de que un día, quizás nunca, él también lo hará.

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