Opinión

Blade Runner

En estos días, un programa de televisión especializado en cine clásico ha recuperado para el público general una obra maestra, Blade Runner (1982) de Ridley Scott. Y es que hace ya más de 40 años de su estreno. Tan clásica para nosotros hoy como lo era Casablanca (1942) de Michael Curtiz en 1982. Así de rápido vuelan los años y las décadas. 

Tal vez su vigencia radica en los temas planteados en su guión, bajo su envoltura de film noir, ambiente nocturno y lluvia perenne, con un policía detective a la caza de unos replicantes, que al final se revelan más humanos que sus propios creadores. También resulta rompedora su estética, su arquitectura y su vestuario neo-barroco, fuente de inspiración para autores posteriores. Contemplada desde la distancia del tiempo, reparamos en este film elementos cuasi-proféticos: coches voladores, cuando hoy pensamos ya en drones y aerotaxis, así como seres vivos diseñados y creados por ingeniería genética. 

Los perfectos Nexus 6 de la película se rebelan contra la caducidad de sus vidas, accidente contra el que lleva luchando la medicina desde mucho antes de convertirse en una ciencia. Porque vencer a una enfermedad es un pequeño paso hacia la inmortalidad. Los Nexus 6 son mucho más que robots, meras máquinas diseñadas por el hombre para mejorar su propia existencia, algo que, sin alcanzar semejantes niveles de perfección, comienza a ser habitual en nuestras vidas. La distopía de Blade Runner se desarrolla en una megalópolis deshumanizada, una aproximación hacia la que se dirigen las ciudades actuales más pobladas del planeta. Tras la reciente pandemia de covid-19, hemos conocido de primera mano los efectos devastadores de una plaga en un entorno urbano superpoblado. La presencia oriental también resulta capital en la película: no podemos olvidar que uno de cada cinco habitantes de este planeta es asiático, porcentaje que se incrementará en un cercano futuro. 

El anhelo por una vida mejor es el objetivo de todos aquellos que puedan permitirse viajar al mundo exterior, posibilidad vetada al inefable J.F. Sebastian (William Sanderson) afectado por un desorden genético llamado el síndrome de Matusalén, la triste paradoja de alguien condenado a envejecer prematuramente, justo lo contrario del legendario patriarca del Antiguo Testamento, la persona más longeva de la Biblia, que llegó a vivir casi 1.000 años. Existe una forma rara de progeria, el síndrome de Hutchinson-Gilford, un trastorno genético que imita algunos aspectos del envejecimiento. Los niños afectados crecen lentamente y desarrollan artritis. Su piel es fina y muy delgada, repleta de manchas de vejez y venas prominentes. Por si fuera poco, la mayoría padece arteriosclerosis severa, y aproximadamente la mitad fallecerá por enfermedades cardiovasculares o por derrames cerebrales cuando alcancen su adolescencia. 

Una paradoja final: J.F. Sebastian, diseñador genético creador de nuevas vidas, fue incapaz de evitar el fatal progreso de su enfermedad. Hoy en día, equipos de investigación avanzada están cerca de desentrañar los misterios de esta rara enfermedad, reparando los genes implicados en el envejecimiento prematuro. Y quién sabe si así, quizás puedan acercarnos a esa ansiada inmortalidad de la que nunca pudieron disfrutar los insuperables Nexus 6.

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