Opinión

Arameo

Junto al griego y el latín, el arameo -que a día de hoy se diría lengua vehicular-, fue el idioma más hablado en Palestina durante los primeros tiempos de esta era. Nótese, por tanto, la dificultad que entrañaría hacerse entender hoy en este idioma, no ya en la Amazonia brasileña, sino en la Ciudad Vieja de Jerusalén, donde el hebreo moderno convive con el sefardí.

Este hecho debería hacer reflexionar que la comunicación constituye, junto a la energía, uno de los dos grandes pilares de la antropología. No es esta una cuestión baladí, porque si hay algo que busca la lengua es transmitir, es decir, entenderse, hacer que el contenido de un mensaje sea común tanto para el emisor como para el receptor.

Y aquí nace, de un tiempo a esta parte, la madre de todos los dilemas, porque los políticos en general están empecinados en que la ciudadanía no sepa de la misa amén o, cuando menos, que pasen de largo sin profundizar excesivamente en la información que manejan.

La ciclogénesis explosiva es uno de tantos ejemplos, porque ni siquiera el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua contiene la acepción en toda su magnitud, definiendo exclusivamente el término como la formación de un ciclón, sin que nadie aclare qué narices es lo que la convierte en “explosiva”.

Claro, a poco que se escarbe, se puede llegar a la conclusión que es un temporal más de esos que llevó en el siglo XIX a las administraciones locales a obligar al vecindario a sujetar firme las tejas para evitar que alguna se estrellara en la cabeza de todo parroquiano, una vez el viento empezaba a soplar con fuerza, aunque parezca que con un calificativo tan grueso como “ciclogénesis” la cosa parezca mucho más de lo que en realidad es, una borrasca cargada de ventisca de esas de toda la vida

Si el lenguaje se desarrolló para intercambiar información, en el presente hay quien está dedicado a echarlo por tierra, y no ya por el inclusivo, que aunque no deje de ser absurdo pedir a un taxisto que  traslade a un viajero al zoo para ver un rinoceronto que es una ángele, aunque haya tenido que comparecer ante un juezo, que a fin de cuentas no hace falta demasiada imaginación para entenderlo, sino para confundir al respetable con lo que ni el que abre la boca entiende.

Porque este parece ser el fin buscado por los políticos con la tanda de neologismos que conjugan, con la certeza absoluta de que no entienden. El libre designado -a estas alturas, muchas veces animal de costumbres-, se acerca a un experto para que le explique un concepto y, a falta de comprenderlo, se queda con una palabra exótica e inaprensible que ni Cristo atisba, para pasarse el día repitiéndola como un lorito, encastrada en toda conversación, verse de pipas o de neumáticos, tanto tiene y da lo mismo, porque suena bien aunque fuera de contexto no signifique nada.

Así llegó la palabreja -dígase si se prefiere palabro-, aerosol, que en lugar de esclarecer el fenómeno, sólo ha servido para confundir aún más al personal. Porque si al público en general le explicaran que no son aerosoles sino la saliva que cada cual propaga al toser, estornudar respirar o hablar, no andaría medio país encendiéndole una vela a Dios y otra al Diablo para evitar que el espray de laca del pelo se convierta en germen de pandemia.

Queda manifiesto que así es como se crecen los libre designados cuando buscan simular estar enterados de cuanto ignoran, lo que recuerda que para muchos el cargo lleva aparejada la ciencia infusa, obviando que, cuando no se es capaz de explicárselo a un niño, es que no se ha entendido nada.

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