Opinión

Asalto al cuarto poder

Aunque nació con una finalidad militar, una vez popularizado, Internet ha resultado un ámbito global que conecta a cada individuo con todo al mundo, transformando aquel recurso pionero en el actual modelo capaz de acercar los lugares más remotos del orbe. Tal es así que desde cualquier punto del planeta, todo ciudadano puede difundir sus ideas, convocar manifestaciones, proponer, criticar, o aglutinar a mayorías que impugnen a sus dirigentes, proponiendo un modelo inédito de democracia participativa. Precisamente es esa expectativa la que atemoriza a los políticos tras descubrir en la red las múltiples posibilidades de la información y contrainformación, de un tiempo a esta parte mal llamada desinformación por el Gobierno.

La primera piedra por controlar tan apetitoso y universal espacio coincidió con el inicio de este siglo, cuando los distintos Estados se confabularon para torpedear la libertad de opinión e información presente en el entorno virtual accesible para la mayoría, dejándose en el tintero la internet profunda a sabiendas de ser un reducto de la peor delincuencia. Como cimiento a tan ardua tarea censuraron arbitrariamente aquellas páginas que no eran de su cuerda, todas ellas con propuestas alternativas a la sacrosanta versión oficial -ejemplo de ello es el tratamiento de dolencias devastadoras-, obviando que el becerro de oro de la ciencia aún carece de respuesta al origen y curación de enfermedades como el cáncer, el sida, la malaria o el SARS.

So pretexto de defender al ciudadano y evitar la piratería, la siguiente maniobra fue más allá con el decretazo digital, atribuyéndose el Gobierno un poder suprajudicial con la prerrogativa de cerrar cualquier portal, interviniéndolo sin mediar la que debería ser esencial autorización de un juez, pasándose la mitad de la Constitución por donde Caperucita lleva la cestita. Y eso después de empujar a los propietarios de las redes sociales a controlar a la prensa, marcando con una “i” los medios que fueran a su entender o no “legítimos”, recayendo tal decisión en el arbitrio de empresas privadas como Facebook o Twitter. Le siguió la vuelta de rosca en marzo de 2020 con la primera declaración del estado de alerta, cuando el binomio Sánchez - Iglesias intentó imponer un régimen de control sobre cabeceras, rotativas, emisoras y cadenas. Y ahora, el último intento de descabello a la pluralidad de opinión, difusión e independencia de la información, llega con la creación de un comité que en Moncloa vigilará a los medios y perseguirá lo que considere desinformación, concepto absolutamente abstracto e indefinido que servirá al Ejecutivo en bandeja la herramienta para erradicar la libertad de expresión. De dirigir el maquiavélico plan se encargarán Redondo y Oliver, jefe del gabinete de la Presidencia y secretario de Estado de Comunicación, respectivamente. 

Subyace, por supuesto, la duda en relación a lo que el Gobierno considera “desinformación”, ya que a todos viene a la memoria el bandazo polarizado acerca de la conveniencia de usar guantes de látex o no, la mascarilla cuando le cuadró, o cuando Simón afirmaba que el covid no suponía amenaza alguna aproximándola al simple resfriado leve sin más consecuencias. La hemeroteca recupera la noticia de que tres días antes de exigir al Congreso poco menos que plenos poderes en un segundo estado de alerta, Sánchez se sacó del sobaco dos millones más de positivos que se esfumaban nada más obtener la prórroga de seis meses, o que de pronto acaba por admitir las 20.000 víctimas en geriátricos durante la primera ola -que se negaba a computar-, lo que plantea que España ronde ya los 60.000 fallecidos, o vaya usted a saber cuánto alcanza a estas horas las cuentas de la lechera.

Es para imaginarse a Moncloa silenciando al Gobierno por desinformar, aunque la realidad subyacente, lejos de accionar el rodillo de la censura parejo a la anterior dictadura que tanto rechaza pero le inspira, al Gobierno le bastaría con una ley educativa no doctrinal para un país que sepa distinguir el culo de las témporas, recordando que el principal objeto de la educación no debería ser enseñar a ganarse el pan sino capacitar para disfrutar cada bocado, y permitir a cada cual pensar.

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