Opinión

Circo Máximo

Concebido como diversión con la que distraer la atención del pueblo sobre las consecuencias de la codicia de sus gobernantes, el circo romano se nutría de esclavos obligados a una lucha a vida o muerte, prisioneros de guerra o disidentes cuyo final era acabar despedazados entre las fauces de fieras hambrientas, ante el clamor de la multitud enardecida y previamente alimentada con pan gratuito. De ahí la máxima latina nacida al calor del Circo Máximo de Roma, “panem et circensis”, cuya traducción viene a ser dale al pueblo pan y circo.

A ese germen de lo que en el futuro sería un espectáculo itinerante más o menos incruento al abrigo de una carpa, donde equilibristas, funambulistas, domadores, animales exóticos y fenómenos de la naturaleza entretenían al respetable, se le unió el payaso, una suerte de yuxtaposición entre el cómico teatral y el bufón, cuya función principal es la de hacer reír. No así al bufón, personaje de capital importancia en la historia, ya que desempeñaba el papel de alter ego del rey, siendo el único súbdito al que le estaba permitido criticarlo e incluso mofarse en su cara, para recordarle que, además de falible, era humano. Nada que ver con la labor que se espera de un clown.

Pero eso fue precisamente el bochornoso espectáculo al que el país hubo de asistir en las sesiones de debate de investidura de Pedro Sánchez. Una exhibición grotesca de lo que 350 personas sentadas en el Congreso pueden llegar a dar. Perdón, 349. Porque al menos una se salvó de la quema: la portavoz de Coalición Canaria. La ciudadanía presenció estupefacta una función de gladiadores en la que omitiendo el interés general, los diputados se batieron tirándose los trastos a la cabeza desde la tribuna, defendiendo exclusivamente el provecho de sus respectivos partidos o el del candidato.

Entregados al uso de un lenguaje perverso, se entregaron a mantener en vilo a la mayoría de los ciudadanos, preocupados por el cariz combativo de las manifestaciones de cada cual, poco menos que dibujando un panorama prebélico en el que, como nunca en este último año, se alimentó el choque entre dos Españas, logrando con sus consignas infectas envenenar a la ciudadanía. Las redes sociales son buena prueba de ello, donde hay quien no duda en manipular la información para enemistar a la ciudadanía enrareciendo la convivencia, como si la vida le fuera en ello.

Nunca los políticos habían llegado a tal punto de irresponsabilidad. Postergando su compromiso con el bienestar público, se enzarzaron en una confrontación abierta para arrimar el ascua a su sardina. El ejemplo más deshonroso, paradigma de resentimiento y prepotencia inadmisible, fue el del portavoz de Compromís, Joan Baldoví, quien invocando su profesión de maestro -en sus propias palabras-, no anima a los alumnos perdedores al esfuerzo y superación sino a resignarse.

Los españoles tienen derecho a vivir en paz, tanto como a saber lo que es y lo que no. Ni España es una república ni estamos en 1934. Asimilado el fracaso de la revolución proletaria en Occidente, los cambios estructurales del mundo libre y el retorno al capitalismo de los países comunistas, pocas probabilidades hay de una revolución marxista en España. La fórmula de Estado es la Monarquía Parlamentaria, y el Gobierno salido de los cambalaches de Moncloa tiene unas obligaciones con los ciudadanos. Como afirmó Ana Oramas en un discurso encomiable y conciliador, en el Congreso de los Diputados no hay ningún reaccionario. Ni los de Vox son franquistas ni Podemos bolcheviques. Lo que hay -o debería haber- son personas, representantes de los ciudadanos empeñados en actuar según su conciencia.

Tras ello queda ahora dilucidar si esos representantes públicos serán capaces de diferenciar entre una investidura y una legislatura, si el imperio de la ley permitirá la gobernabilidad del País, o si por el contrario se revalida el pensamiento de Voltaire cuando afirmaba que la política es el camino para que los hombres sin principios puedan dirigir a los hombres sin memoria.

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