Opinión

De la piel de Judas

Apartes iguales, sobre media España gravita la duda mientras la otra mitad vive con zozobra la certeza de que los resultados de los últimos comicios arrojan datos polarizados con los hechos. La cuestión sobresaliente es, más que el pinchazo, la hecatombe de Podemos, que ha revalidado su debacle en la sucesión de generales, autonómicas, europeas y municipales, sin que a Iglesias se le haya despeinado la coleta ni considere de lejos dimitir.

Tras tardar más tiempo que el pueblo judío en el desierto, apareció  en la palestra —sin entonar ni por soleás un mea culpa—, arremetiendo contra todo candidato que haya obtenido mayor renta de escaños, tildándolo, sin distinción , de traidor a la causa. Todo muy bien aderezado  con la estrategia bajo el brazo de que naufragar estableciendo unas metas ridículamente altas, supone fracasar por encima del éxito de todos los demás. 

De aspirante a superministro con Sánchez, se ha desinflado más aprisa que lo que tardó en arder el Hindemburg, precipitándose, de  un fogonazo de hidrógeno, desde las más altas cumbres del poder a aterrizar, vaya usted a saber, por alguna secretaría general o menos.

Mucho se ha especulado sobre las causas del marrón podemita. Que si la fuga de Vallecas y el viático hasta Galapagar. Que si la afirmación de que el chalecito está al alcance de cualquier trabajador. Que si viva la ilustración del todo para el proletario pero sin el proletario. Que si el mal rollo con compis como Errejón, o la mala espina que da Echenique, adalid del tapadillo laboral. Que si las largas vacaciones, a costa del dinero público, para hacer la paternidad más inclusiva, ausencia durante la que coció el cambio de género de Podemos a Unidas, más como fórmula de marketing que objetivamente como premisa igualitaria, acaparando en clave masculina y sin variación el liderazgo de la formación, poco prolija en paridad.

Lo que sí queda claro es que Pablo las ha llevado hasta en el carné y que, relegado como nunca por Pedro, se está pensado lo de mudarse del barrio de los Picapiedra al de la Alegría. Eso sí, sin atisbo de renuncia.

Porque ese es precisamente el precio del fracaso electoral cuando es tan estrepitoso: la dimisión. Ese terrible monstruo que atenaza a todo político, consciente de que la erótica del poder no descansa en la comodidad de los viajes y sentirse siempre bien recibido, sino en el pánico de que del árbol caído todo el mundo hace leña. Consciente de la pesadilla imposible de contentar a todos, dejándose más de un cadáver por el camino, sea socio como Carmena o Monedero por amiguísimo. He ahí el gran dilema de Iglesias —y quien sabe si el de Montero—, porque cuando el hambre entra por la puerta, el amor salta por la ventana.

Mientras a la cúpula de Podemos se le calienta el suelo debajo de los pies, y las bases claman por un cambio de dirección, Iglesias se aferra a la presidencia como gato panza arriba, previendo el viacrucis que le espera junto a Irene y Echenique en la tercera reunión de Vistalegre, asamblea que se presume cargada de nubarrones.

Porque lo de ser de la piel del demonio casi se acepta en la carrera por el escaño, asumiendo como lo hace el electorado, la nula empatía que hacia el Pueblo muestran los candidatos, más preocupados por los dineros y el reparto que por los compromisos adquiridos con el respetable. 

Aceptando lo mucho que le va a doler a Iglesias renunciar a la presidencia de su partido, aferrado sin que haya quien lo despegue de la poltra ni con agua hirviendo, más allá de su cuero diabólico, el gran batacazo morado es la respuesta a estar hecho de la piel de Judas. Aunque como lo que de verdad se juega es la hipoteca del millón, intentará, como mínimo, salvar los muebles.

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