Opinión

El demonio, la carne y el mundo

Estos son, según el Catecismo, los tres enemigos del hombre, dispuestos a arrastrarlo al peor de los infiernos al arrancarle la vida eterna tras mancillar su alma. Pero si singular es el misterio del pecado, no menos es el monopolio de la pedofilia dentro del ámbito religioso, porque en este capítulo la Iglesia Católica se lleva la palma. En particular desde que la Santa Sede prohibió a los sacerdotes administrar la confesión en la sacristía, ordenando que se efectuara en el templo -mediando una mampara y a la vista de todos-, germen de lo que acabaría siendo un confesionario.

El artilugio -cuya rejilla evita que confesor y penitente intimen más de lo necesario-, se estrenó con motivo del Concilio de Trento, allá por las décadas de 1542 al 62, renovándose el mueble con el Concilio Vaticano II, lo que denuncia que el tema ya venía de viejo. 

Los más avisados ya habrán caído en la cuenta de la absoluta ausencia de capricho en la disposición cuya finalidad era exhortar el contacto físico entre clero y devota, ahorrándoles de un plumazo sendos yerros de concubinato o amancebamiento, por no decir en muchas ocasiones de adulterio. A esto se añade, de manera significativa cuando en lugar de padre llamaba al religioso tío, el extraordinario parecido que más de un penitente mostraba con el párroco, avezado en ilustrar de forma concreta las cuatro reglas de la consumación marital: erectio, penetratio, eiaculatio et inseminatio.

El negocio de la carne planteaba al profeso un problema menor comparado con la apreciación de la Iglesia, que pronto impartía el perdón al pecador por mayor evidencia que supusiera la feligresa encinta. El verdadero desmadre venía a cuenta de que los hijos legítimos son derechohabientes y, a riesgo de que la preñada pudiera ser soltera, antes de que ningún cristianillo le mermara las arcas a la congregación, Roma optó por penalizar el matrimonio sacerdotal. Ahí justito empieza la madre de todos los vicios porque, viviendo en el Mundo, no hace falta estar hecho de la piel de Judas para tener hambres, sin necesidad de que el Diablo incite a la tentación de la Carne.

Atribuida a la mujer la causa de todos los males, exceptuando a la Virgen y otras madres por procrear, pese a la cópula imprescindible y pecaminosa, a partir de ahí la catástrofe se insinuó en la mirada de todo retoño que un buen pastor pudiera hallar diseminado por el rebaño, apenas a Justiniano II se le ocurrió proponer en el Concilio Trullano de Constantinopla el celibato obligatorio para obispos, dejando por el momento mano ancha a presbíteros, diáconos y subdiáconos, que a la postre sufrirían en sus carnes idéntica restricción, obligando a todo religioso a una vida contra natura tras convertir a la carne en el demonio del mundo.

En ese punto preciso se abrió la barra libre para sobar a cuanto tierno monaguillo, acólito desprevenido o huésped lozano y virginal recalara por institución religiosa porque a falta de pan buenas son tortas y, careciendo de hembra donde desfogar, cualquier rostro angelical transitó a incitador. Por supuesto que el clero pedófilo constituye minoría, aunque no así la nómina de damnificados, siempre denostados por quien debería acogerlos y darles protección. Aún exigiendo la dimisión de la conferencia episcopal chilena, de ahí el cabreo ante la desidia de la Santa Sede a la hora de penalizar al arzobispo australiano Philip Wilson o al cardenal francés Philippe Barbadín, ambos condenados por encubrir unos abusos que ya han adquirido magnitud de tsunami, echando tierra los tribunales eclesiásticos sobre los mismos asuntos que sentencia la justicia secular.

Cabe inquirir por qué el censo de víctimas católicas es multitud frente al resto de iglesias cristianas. Seguro que por no obcecarse tanto con el sexo ni el celibato, conscientes de que el ser humano no se reproducie por esporas. Pero lo que subyace es que el Vaticano debe condenar de una vez en firme tanto atropello porque, como dijo el humanista y político italiano Baltasar Castiglione, perdonando demasiado al que yerra se comete una injusticia con el que no falla.

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