Opinión

El espesor de la sangre

El homicidio de la enferma terminal María José Carrasco por parte de su marido Ángel Hernández, reabre el manido debate de la eutanasia, recrudecido como arma electoral, en una visión polarizada sobre el suicidio asistido.

En opinión del reincorporado y siempre oportunista Iglesias, resulta vergonzoso acusar a Hernández por asesinato, mientras en otras conciencias donde aún rige el sentido común y una visión que abarca más allá de lo inmediato, se aconseja mucha prudencia antes de exculpar al autor de facto, al margen del estado de postración previo de la finada,

Desde el punto de vista de la empatía queda exhortado todo pundonor contemplado en la postura penal. Pero el análisis de las probables consecuencias que se puedan derivar de despenalizar la muerte paliativa, es tema para acotar de manera minuciosa la ley. Porque la enjundia de la eutanasia no radica en si una persona tiene o no derecho a decidir su suicidio —que lo tiene—, sino que ante su incapacidad para materializarlo involucra a un tercer actor para consumarlo, sin que ello conlleve para el autor material una transferencia de sus valores morales, sus sentimientos ni su conciencia. 

Quedando por delante que la legislación al respecto exigiría una norma muy estricta, dejando inmaculadamente definido que el suicidio asistido sólo sería compatible con la autorización y el  deseo expreso del interesado, excluyendo cualquier otra posibilidad donde no concurriera tal voluntad manifiesta —es decir, sin trasladar o atribuirse la decisión un tercero en caso de inconsciencia o inhabilitación del  solicitante—, quedaría por solventar quién le va a poner el cascabel al gato.

Más allá de la herencia cultural judeolatina de Occidente, conviene recordar que los fundamentos conductuales de la sociedad rechazan de plano el asesinato, condenando al transgresor. Por otro lado hay que hacer hincapié en que, en la mayoría de los casos, los seres humanos no están formados, programados ni educados para cobrarse una vida, al considerarse un bien superior, excesivamente valioso y trascendente. 

Es evidente que en todo este asunto se obvia que el ejecutor de un suicidio asistido queda marcado por violar el tabú básico de no matar, con el que, con independencia de las consecuencias penales, tendrá que convivir el resto de su vida, sumando al conflicto ético el psicológico.

¿De verdad, a toro pasado, cree alguien que Ángel Hernández está preparado para asumir el homicidio de su esposa, por mayor que fuera la piedad que lo inspirase? Porque hay una diferencia polarizada entre estar dispuesto a colaborar hasta llevarlo a cabo, frente a penar el resto de sus días con el sentimiento de culpa causado por participar en una muerte, ya que el transforndo no es una ley sino la conciencia: también se legisló el aborto, pero, como el el caso que nos ocupa, la cuestión es que después hay que vivir con ello.

En el ámbito legal, autorizar a alguien a matar o eximirle de responsabilidad sentaría un peligroso precedente para justificar el crimen. Ese es el reto que supera a la bioética.  Porque equivaldría a abrir una brecha por la que podrían colarse nuevos supuestos, acabando por permitir el asesinato impune y a la carta de los más desfavorecidos. No se trata de insensibilidad ante el sufrimiento ajeno ni falta de empatía, sino de la prudencia de no abrir jamás una puerta cuyas consecuencias son del todo tan previsibles como sería aplicar sedación paliativa para ahorrar costes hospitalarios.

Cierto que, a decir de Quevedo, mejor vida es morir que vivir muerto. Pero parafraseando al escritor inglés D. H. Lawrence, la ética, la equidad y los principios de la justicia no debería cambiar con el calendario.

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