Opinión

El sastre de Panamá

Queda patente la buena intención de Pedro Sánchez en la moción de censura, al ser obvio que no había perfilado gabinete. Resulta evidente que, salvando las distancias, le ocurrió igual que el episodio narrado por Aznar recién llegado a la Moncloa que, cuando tras horas de trabajo descolgó el teléfono dispuesto a marcar un número donde solicitar una pizza, del otro lado de la línea una voz dijo: “qué desea usted, presidente”, y, balbuceando el manjar italiano, presto apareció el bocado por la puerta. Una telefonista adivinando sus deseos fue lo más parecido a rozar de pronto la divinidad.

De tan abajo a tal altura orbitó Sánchez que reculó, por lo que, pese a estar en minoría, consciente de que le encendía una vela a Dios y otra al diablo, se instaló en el escaño azul sin arredrarse, incluso a contra corriente de sus más cercanos, empecinado en que no lo separará de tan tierno cuero ni con agua hirviendo. Justo ahí fue donde el burro parió siameses. Ya fuera por urgencia o  desesperación en el apego a la poltrona, en menos de cien días el de Tetuán nombró a un elenco que, haciendo echar chiribitas al respetable, en palabras de Albert Rivera, de un firmamento cuajado de estrellas esbozó un Gobierno estrellado.

El último en darle el disgusto ha sido su ducal tocayo que, a diferencia de la mayoría de los emigrantes españoles, no dudó ante la audacia de crear una sociedad interpuesta para comprarse piso en el cogollito y casa, finca modesta que supera en superficie siete veces el estadio del Vallecas. Legal la práctica, pero de moralidad dudosa porque, para qué crearla sino es con intención de eludir impuestos.

Tras un tira y afloja, poco menos que convencido de que el oficio de cosmonauta ofrecía patente de corso, desdeñando que en política las meteduras de zueco se purgan dimitiendo, halló pronto culpable acusando al contable y, sin escrúpulo ni vergüenza afirmó mirando al cielo, eludiendo la mirada de los reporteros que preguntaban, que si había omitido declarar a la Agencia Tributaria los ingresos proporcionados por el alquiler de sus viviendas -por quedar todos los cuartos en casa-, con saldar sus cuentas con Hacienda daba él todo por solucionado, evadiéndose de sufrir en carnes propias la larga sombra de los viejos pecados.

En mala hora olvidó que apenas dos años antes otro homónimo, José Manuel Soria, renunció a la cartera de Industria, como diputado y presidente del PP en Canarias, por las sociedades en el caso de los papeles de Panamá. No porque él cometiese ninguna ilegalidad, crease ninguna de esas empresas -que fue su padre-, ni porque Hacienda le reclamara ni un céntimo, sino por haber figurado años antes en sociedades interpuestas -de las que tanto renegó Sánchez-. Soria renunció pese a que tanto en España como en el país caribeño eran compañías legales, pero sin dejar de ser inmorales a los ojos del mundo.

Y en este punto del presente, es el mismo sastre de Panamá quien le ha confeccionado a Pedro Duque un traje a su medida. Porque si indecoroso fue Soria, no menos lo es él por tal de lo mismo. Si uno dimitió el otro no debe ser menos, no ya porque todos deben ser blancos o negros, sino porque, lejos de partidismos, los ciudadanos merecen una gestión impecable de la cosa pública. Los ministros, que reciben incluso después de cesar copiosos sueldos y prebendas por el mero hecho de tomar posesión, deben mostrarse como espejos donde pueda reflejarse la sociedad, siendo no sólo intachables sino pareciéndolo, al igual que la esposa del César,  por boca de Plutarco.

Pero lo más patético fue la respuesta de la vicepresidenta Carmen Calvo pretendiendo amordazar la libertad de prensa antes que entonar el mea culpa. La responsabilidad final es de un Sánchez que encendió la mecha sin prever que el petardo podía estallarle en  la cara. Ahora los fuegos de artificio  recuerdan más que nunca al genial y 

desaparecido cómico Eugenio: saben aquel que diu, este era un comisario, un juez y una fiscal en un bar hablando de putas... y entonces apareció un astronauta.

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