Opinión

El mayor cernícalo

Hace nada, la bestia negra que amenazaba el orden mundial era el norcoreano Kim Jong-Un, que prepotente desafiaba con su arsenal nuclear a Estados Unidos, haciendo implosionar misiles atómicos hacia el centro del orbe para demostrar su poderío. ¡Quien sabe cuántos experimentos habrán llevado ya a cabo entre todos en este remendado planeta, silenciados bajo el sello del Top Secret en la portada de la carpeta! No en vano el eje terráqueo se ha desplazado, desencadenándose, de paso, cataclismos como el tsunami de Japón en 2011. Es de suponer que los experimentos en el atolón Bikini de las Islas Marshall y en el desierto de Mojave, en California, o sus homónimos en Siberia, acaban pasando factura al planeta y a la Humanidad.

Después de aquel desafío, el desmadrado Kim Jong-Un, ya templado de su calentón, se dedicó a ver películas de humor en su cine privado, comiendo helados y palomitas con alguna de esas novias más fungibles que las esposas a Enrique VIII de Inglaterra.

El relevo en el trono del mal lo tomó, según nota oficial de la Casa Blanca, primero Al Asad, bajo acusación de carnicero irreductible a los designios de Washington, decantándose antes por una primavera árabe versión casera que una financiada por una fuerza multinacional hostil, que en un pasado razonablemente reciente, al poco de poner los pies sobre Iraq, ya había mirado con avaricia para su reserva petrolífera. Al pueblo sirio -que como acostumbra a suceder siempre con todos los pueblos, fue quien pagó el convite-, le costó sangre sudor y lágrimas convencer a más de un zoquete europeo, que ellos eran un Estado con una economía y un tren de vida semejante al de Occidente, pero que su crudo era lo bastante apetitoso como para despertar la gula insaciable de las más voraces multinacionales. Esas que, al final de todos las historias, siempre están en el límite de lo legal y lo moral cosechando beneficios.

No bien Bashar al-Assad hacía cuenta de los daños, le tocó a China sufrir en carne propia los desmanes norteamericanos. Y eso aún con los mofletes de Trump incendiados, luego de que la canciller alemana se negara a inscribirlo a en su carné de baile. Un megalómano narcisista de Trump sigue empeñado en convertir el mundo en un chiringuito a su medida donde él negocie sin límites la totalidad de las existencias, ya sean pipas, chucherías, o chupachups de Kojak.

Con esas mañas, tan confusas como su tupé, dejó temblando al gigante asiático, antes de reaccionar al sopapo norteamericano a su industria tecnológica, intentando derribar a su principal fabricante de terminales de móviles, y de paso al mayor productor de componentes electrónicos. Ahora Xi Jinping ya larga a quien oírlo quiera, que su país se halla bajo amenaza bélica, considerándose legitimado para una eventual respuesta.

Ya de vuelta, tras una pausa para el café durante la que los iraníes apostaron a aplicar la teoría del átomo a su industria energética -y posiblemente, por qué no, a su arsenal-, el perturbado de Donald Trump, deja en evidencia que él es el desquiciado que realmente puede poner en jaque la seguridad mundial. Explosivo e irreflexivo, inconsciente de lo que se trae entre manos pero con el peligroso aliciente de que, a su imprudencia, suma el ejército mejor armado del mundo, apenas acaba de ordenar un un ataque selectivo contra Irán, haciéndolo responsable de derribar un dron norteamericano. A punto de hacer saltar todo por los aires pisa el freno a fondo, después de haber reflexionado, reparando en que parecía difícil creer que fuera intencionado, considerando que fue alguien imprudente y estúpido quien lo hizo. ¿Lo qué, lo del dron o lo del ataque?

Trump disfruta de demasiado tiempo libre para barrenar. Es lo que tiene pasarse el día intentando giñar con estreñimiento pertinaz, que al final el cerebro se anega con los efluvios intestinales. Sin muro con el que fastidiar a los mexicanos, no hay para el mundo mayor peligro que él. Deberían pensar en darle puerta para la reelección, antes de que no deje piedra sobre piedra.

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