Opinión

Europa, norte vs sur

El evangelio de Marcos 10:25 plantea un enunciado que, con el tiempo, se instauraría como una piedra angular de la doctrina social de la Iglesia, haciendo más fácil pasar a un camello por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Cielo. A lo largo de los siglos, esta premisa esencial ha llevado a una realidad antropológica que ha terminado por asimilar la riqueza con el pecado.

En contraposición, más patente aún en la corriente calvinista que traspasó la  frontera helvética para alcanzar el Nuevo Mundo, el protestantismo derogó el postulado economicista y, dando la vuelta a  la tortilla, convirtió el anatema en bendición al considerar la fortuna que un mortal pueda disfrutar como la prueba manifiesta de la gracia divina.

De este modo, mientras en el sur europeo -corazón de la herencia cultural católica-, la prosperidad se sitúa en el punto de mira de la sospecha ética. La riqueza, en cualquiera de sus formas, siempre evoca la vileza y maldad. Ser acaudalado es una condición mal vista que, además de comprometer la salvación del alma, acarrea el estatus de mala persona. La fortuna equivale a  perversión, cualidad que, en el contexto de una sociedad laica e incluso atea, subyace como una mácula. Los ricos intrínsecamente malvados e irredentos por más buenas acciones que hagan.

De nada sirve el argumento del esfuerzo. Cuando un agricultor que planta 10.000 lechugas debería obtener un beneficio legítimo, la premisa se trunca por los 15.000 labradores que, sembrando sólo 3  con su beneficio proporcional, señalan hacia el potentado, soslayando su sacrificio y entrega. En el ideario católico sureuropeo, junto a la riqueza se solapa la concepción inevitable de transgresión. Poseer un patrimonio es tan pecaminoso como disfrutar de él. No importa qué cualidades orlen al detentor de hacienda, que el oro y la plata las nubla hasta envilecerlo.

En el norte las tornas dan un giro de 180º. Al denuedo laboral no sólo le corresponde la oportuna recompensa, sino que el deportivo descapotable último modelo aparcado a la puerta de la flamante  mansión, el abrigo de piel, las joyas y los lujos, constituyen un signo inequívoco del favor celestial. El rico lo es por la gracia divina y sus posesiones son símbolo y muestra de la grandeza de Dios.

Esta equidistancia en la posesión de bienes marca la diferencia astronómica entre la economía de los polos continentales. El norte jamás temió a la riqueza mientras el sur la exhortaba, dando como resultado paradojas como que España sea la cuarta economía de la Unión Europea, pero no por competitividad o productividad sino por volumen poblacional y extensión territorial.

Pero lo grave de esta acepción es que ese sentir popular, ese acervo ha caído como agua de mayo en manos de los más avezados politólogos que se apresuran a convencer al respetable, sin esfuerzo alguno, de las bondades de derribar el sistema y, en el país de los tuertos, dejar a todos ciegos y cojos, señalando como responsable de todos los males al capital, obviando que, por el contrario, los daños padecidos por los españoles -desahucios, paro, indigencia, etc.-, fueron en realidad fruto de una estrechez maquillada con un espejismo de abundancia, pero pobreza a fin de cuentas, que precipitó a demasiadas familias al abismo de la penuria.

Cuando, tras encabezar la Revolución de los Claveles en 1974, el general portugués Otelo Saraiva de Carbalho comentó a Olof Palme que en Portugal querían acabar con los ricos, el socialdemócrata escandinavo  le respondió: “Qué curioso, nosotros en Suecia sólo aspiramos a terminar con los pobres”. Este es el trasfondo que debe valorar cada ciudadano cuando escoge representantes públicos: aquellos que abogan por el bienestar general basado en la creación de riqueza, frente a quienes defienden la pobreza como modelo de igualdad. Cierto que la miseria puede consolar al resentido, pero nunca satisfará sus necesidades materiales ni la posibilidad de cualquier crecimiento espiritual, emocional o social, porque la indigencia reduce al hombre a superviviente.

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