Opinión

Ganarás el pan con el sudor del de enfrente

Lejos de la cantidad de automóviles, ordenadores, móviles de última generación o el resto de la feria de vanidades tecnológicas, el nivel económico de una nación se valora por la estadística de mortandad infantil y expectativa de vida. Fuera de esto, existen toda una serie de indicadores que señalan el modo como evoluciona la riqueza. Algunos son signos sutiles como el precio de un perrito caliente en un restaurante de comida rápida, dentro del contexto de globalización. Dicho de otra manera, cuánto se paga por un menú en una cadena de restauración internacional —al que más y al que menos le viene a la cabeza alguna marca comercial de hamburgueserías instaladas en medio mundo—, comparando las tarifas entre países, en  la misma zona geográfica. A saber, qué va a pagar el parroquiano por media docena de alitas fritas de pollo en un centro comercial de Portugal, Francia, Italia, Bélgica o España.

Ahí está el quid de la cuestión porque, con independencia del salario medio fijado en cada Estado, es el valor de estos productos el que marca la capacidad adquisitiva del ciudadano medio. De modo que en la ecuación no entran productos locales como el pan, un café o la leche, sino el importe de una marca comercial global, ya que adaptan el coste según la economía real del momento y lugar.

Otros testimonios son más claros e incontestables, como el número de inmigrantes que dejan de solicitan visado, o los trabajadores residentes extranjeros, población directamente proporcional a la pujanza empresarial del mercado receptor. Si la emigración regulada baja bruscamente o llega a cuentagotas, es que la economía nacional es incapaz de absorber una mano de obra que busca destinos con condiciones más atractivas.

Pero si hay una señal demoledora es la cantidad de bajos comerciales sin actividad  en el centro de las ciudades, o con el cartel colgado de se vende o alquila, un hito que denuncia el ralentí e incluso la parálisis de la economía circular. 

Es esta la imagen más repetida desde la Gran Recesión de 2008. Pese a las previsiones más o menos optimistas de los sucesivos Ejecutivos que han pasado por Moncloa desde entonces, la realidad es que necesidades como el acceso a la vivienda, energía,  luz, calefacción o agua sanitaria, se han convertido en una carrera de obstáculos, cuando no en un más que controvertido lujo. Un descuadre en el que el mayor actor es el Gobierno, responsable de administrar el Estado para materializar los derechos ciudadanos consagrados en la Constitución, cuyo alegato cansino es la falta de dinero, como abismo grabado a fuego en la retina del respetable, reiteradamente invocado para exigir al pueblo un sacrificio a estas alturas ya inadmisible.

Sin embargo,  desde las cuatro últimas legislaturas, la carrera por el poder se ha saldado con un circo de legisladores incompetentes. Los escaños del Congreso ponen de manifiesto que el único dios de sus señorías son los intereses privados o partidistas. No ya por su incapacidad para ceder  un mínimo en beneficio de la ciudadanía, a la que por otro lado representan, sino por dejarse arrastrar por la inercia desde hace 11 años, sin que ninguna formación se haya tomado la molestia de desarrollar un proyecto ilusionante, capaz de obtener el respaldo mayoritario del electorado.

En esta tesitura, los diputados -y senadores-, que llevan cobrando sueldo desde que tomaron posesión en abril, no sólo se han ido de vacaciones sin haber dado aún un palo al agua, sino que entre julio y agosto han colocado a 400 amigos como asesores, a costa del bolsillo de unos ciudadanos, acostumbrados ya a que la tropelía sea hábito, abundando en el principio sociológico de que cuando un problema se convierte en rutina deja de ser problema. Y la pregunta del millón es, si cuando en una empresa alguien no la rasca  acaba en la calle, ¿por qué a los políticos no se les da también puerta? ¿Acaso los ciudadanos no merecen más respeto y un gobierno responsable?

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