Opinión

La gran conspiración

Todas las crisis, sean económicas, políticas o sanitarias, se fraguan mucho antes de que nos demos de bruces con ellas, pero a cambio también empiezan a solucionarse con anterioridad a que seamos conscientes de ello, y siempre se acaban resolviendo por la sencilla razón de que en el cosmos todo es cíclico: nacimiento, expansión, apogeo y decadencia.

Seguramente uno de los mayores riesgos a la de por sí peligrosa vicisitud, sea la actitud de  mandatarios como Trump o Bolsonaro, explosivos, impredecibles, caprichosos y absolutamente faltos de empatía, afanados en difundir la teoría de la conspiración, actitud que planta que, si para obtener simplemente un carné de conducir es obligatorio realizar un test psicotécnico, debería regularse por ley que todo candidato a un cargo público debería someterse a un exhaustivo examen psiquiátrico para ahorrarle al respetable sustos  como el recientemente acontecido en el Capitolio, o la dramática visión de la sección de fallecidos por coronavirus del cementerio de Nuestra Señora Aparecida de Manaos.

Ejemplo más cercano lo tenemos también en un regidor vasculante hacia la ignorancia, enfermizamente inclinado a prenderle fuego a una pira de arte y literatura, por ser inherente de la naturaleza humana repudiar aquello que el intelecto es incapaz de apreciar o comprender.

Evidentemente resulta mucho más fácil tragar con la hipótesis del complot que con la evidencia científica, ya que esta última exige el esfuerzo de estudiar. Por eso, para quienes señalan hacia Wuhan como cuna de laboratorios clandestinos de armas bacteriológicas, cabe recordarles que la historia tiene una extraña forma de repetirse siempre o no morir nunca.

Aun conociendo algunas anteriores en Grecia y Roma, la primera peste recogida en las crónicas es la de Justiniano en el siglo VI en el imperio bizantino, pero la más ilustrativa por la cantidad de paralelismos con la actual pandemia fue la bubónica en el siglo XIV, causada por la bacteria Yersinia, huésped de las pulgas que parasitan en liebres, ratas, ardillas o gatos infectados, y que se transmiten al ser humano por pulgas o piojos, mordeduras y arañazos, para finalmente propagarse a través de las secreciones respiratorias como en la tuberculosis.

A esta del año 1347-48 y que duró hasta 1351, le siguieron distintos brotes en1361-63, 1369-71, 1374-75, 1390 y 1400. 

Sin duda el mayor temor de los dirigentes mundiales es el saldo mortal de aquellas pandemias que afectaron a entre un 25% y un tercio de la población mundial entonces conocida. Pero al desconocimiento del agente causante, carencia de fármacos adecuados e infraestructura sanitaria, cabe recordar que las medidas que se tomaron alcanzaron apenas a la higiene alimentaria y medioambiental, por recomendación de un cuerpo sanitario integrado por físicos y cirujanos elegidos por la población, no especialmente por sus conocimientos sino por estar dispuestos a atender a los dolientes, aun a sabiendas de que muchos de ellos aún no habían acabado sus estudios o directamente  carecían de la más elemental formación. Tal es, por ejemplo, el caso históricamente recogido del frutero que sin más se metió a matasanos.  La diferencia a día de hoy es notoria: disponemos de  conocimientos, infraestructura sanitaria, personal cualificado, médicos, enfermeros, biólogos, técnicos e investigadores, a lo que se añaden recursos farmacéuticos, económicos e institucionales, lo que nos debe llevar a ser prudentes sin catastrofismos.

Trascendiendo a la heurística y el anclaje, a los conspiranoicos cabe recordarles que, ante la disyuntiva de exponerse al virus o inocularse el remedio, tienen la libertad de elegir entre la inteligencia o la estupidez, pero considerando siempre que, si la vacuna puede dar un resultado más o menos eficaz, la enfermedad nunca va a garantizar la salud de nadie. Que cada cual escoja.

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