Opinión

Honor y gloria

Sin duda las comparaciones son siempre odiosas. Desde nuestra torre de marfil, los occidentales nos creemos en posesión de la verdad absoluta y del conocimiento indiscutible. Observamos con desdén próximo al desprecio -más o menos camuflado de exotismo y condescendencia-, a aquellos pueblos que consideramos primitivos, en relación directa proporcional a su evolución tecnológica, sin considerar nuestras propias incoherencias.

De este modo, nos aferramos a nuestra tradición científica, yuxtaponiendo ciencia y tecnología, pero obviando en demasiadas ocasiones la frontera entre ambas. Con soberbia nos complacemos con el saber que nos ha permitido surcar los aires, olvidando que es esa vaca sagrada la que sostiene que ningún cuerpo más pesado que el aire puede flotar en él, siendo por el contrario la tecnología la que permite hacerlo, desafiando a la ciencia. 

Esta arrogancia, sustentada en un dualismo impreciso, nos ha hecho considerarnos por encima del bien y el mal, olvidando que no hay culturas inferiores ni superiores sino simplemente distintas. A Occidente no le cuesta hacer gala de una falsa conciencia en relación a la magia y la ciencia, minusvalorando al brujo sobre el científico, imponiendo el pensamiento de que para los pueblos primitivos, aunque sea frotando dos palos, hacer fuego es tan mágico como hacer que llueva, presumiendo que su cerebro está conectado de un modo diferente al nuestro, y sometido a reglas de inferencia distintas, suponiendo que la racionalidad depende de la cultura.

Pero por más que la apreciación de que las creencias del aborigen puedan ser o no falsas, lo cierto es que los accidentales a menudo basan también sus creencias en correlaciones falsas, y esto sucede porque, ni somos infalibles, ni disponemos de contestación para todo. Quizá una de las incógnitas que más nos atormenta, para la que carecemos de respuesta más allá del proceso biológico, es la muerte, ese drama que nos iguala a todos. Ese estado de inexistencia que nos acongoja, al desposeernos de aquellos que formaron parte de nuestra vida, cuya desaparición mutila nuestro espíritu, llenándolo de zozobra.

La solución a esta vicisitud no está en la ciencia, antes bien, se halla en el pensamiento mágico-religioso. Acudimos al funeral, desde que el hombre toma conciencia de sí mismo, para satisfacer el vacío producido por esa ausencia. En realidad la confesión religiosa es intrascendente. Lo realmente vital es el ritual que permite cerrar una página, asimilar la pérdida y comenzar el proceso de luto hasta asumir el quebranto y aprender a vivir con él, hasta que el tiempo, ese mago tan implacable como extraordinario que disfruta del singular atributo de desdibujar los rostros hasta diluirlos por completo, acaba desvaneciendo la cartografía de la memoria para agrandar la del olvido.

Y esto es precisamente el último refugio moral del que han sido privados los familiares de los miles de fallecidos por el COVID-19. El último adiós a sus seres queridos, que le impide enterrar el hacha de guerra contra la propia memoria. Ninguno de nuestros mayores, esos que levantaron este país con esfuerzo denonado, merecían morir solos, sin el último aliento de los suyos, Paradójicamente, esa Sanidad modelo del mundo que crearon, fue insuficiente para salvarlos. Pero tampoco sus familias merecen ser excluidas de sus honras fúnebres, porque en ello se juega la paz de su alma. Seguramente, cuando todo esto termine, se organizarán funerales colectivos en su memoria, pero para a cada uno le faltará su nombre. Sus cenizas reposarán, pero faltará descanso para sus familias.

Confieso que como escritor me faltan palabras para expresar tanto dolor y desazón. ¡Es tan difícil llevar consuelo ante tanta aflicción! Desde las redes sociales escribo a diario mi Cuaderno de bitácora como bálsamo a cuantos sufren. Desde estas páginas apenas puedo rendirles como pequeño homenaje el tributo de honor y gloria del que son acreedores, y desear que la tierra les sea leve. Con afecto a todos cuantos sufren en la adversidad, juntos resistiremos aferrados a la esperanza.

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