Opinión

Ingreso mínimo vital

La reciente propuesta del Ministro de Consumo, relativa al llamado Ingreso Vital Mínimo, ya ha levantado una polvareda entre los agentes sociales y ampollas entre partidos. Pero vayamos por partes. Primero que nada habría que determinar en qué consiste para poder abordarlo en toda su dimensión. Para definirlo de una manera sencilla, se trata de una prestación para hogares sin recursos, similar a una pensión no contributiva. Esta asistencia se orienta a cubrir las necesidades en parados que ya han agotado el subsidio por desempleo. Con una cuantía de 750 euros, se destina a 750.000 familias. Resulta evidente que persigue una protección social para quienes en este momento se encuentran más desfavorecidos, como respuesta indiscutible que el Estado tiene para con los ciudadanos.

Pero esta asistencia ya ha suscitado dudas y suspicacias, más aún después del reciente estudio publicado sobre la aplicación de la Renta Básica en Finlandia, tras otorgar una mensualidad a los desempleados. El origen de la propuesta hay que buscarlo en la Conferencia de Porto Alegre como proyecto para 2030, procurando un modelo más humanitario que dé respuestas satisfactorias para la convivencia.

Remarcando las diferencias entre España y el país norteuropeo, habría que matizar que en la tesis finesa se limitaron a otorgar el ingreso sólo durante un mes, tiempo insuficiente para hacer una valoración objetiva de su impacto general. En España su aplicación persigue exhortar la exclusión, pese a que distintos sectores recelen de que realmente funcione para solucionar el problema de la pobreza, apuntando por el contrario hacia el absentismo y la más absoluta pereza.

Sin embargo esa conclusión sería el resultado de un análisis sesgado y simplista. Para entenderlo habría que empezar por aclarar que la pobreza no es la simple ausencia de recursos económicos, sino que supone un menoscabo multidimensional que estigmatiza y condiciona la evolución individual y social de los afectados. La pobreza también implica el acceso a la educación, la cultura, la salud, la integración social, e incluso el ocio, dificultando la estabilidad psicológica y el crecimiento mental, intelectual, material y espiritual de quien la padece. Por otro lado, la necesidad no se soluciona ignorándola o con limosnas, sino dotando de medios para superarla. 

Esta apreciación marca la equidistancia entre la desprotección y la pereza. Los gandules ya existen y se han buscado la manera de serlo con absoluta comodidad en un contexto pecuniario. Ofrecer una renta de supervivencia no va a crear vagos. Lo que conseguirá es cohesionar e integrar a personas en riesgo de exclusión. Hay que entender que esos 750 euros no son jauja sino el umbral de la pobreza, por lo que actuaría como un colchón que, desde la sensación de amparo y protección, serviría como estímulo de superación, al aspirar a bienes y servicios que exigen ingresos más elevados. En cuanto al coste económico -siempre inferior al social-, no superaría 526 millones mensuales, pero en contrapartida estaría generando de manera directa 45 millones al Estado, y una economía circular que produciría el triple en impuestos indirectos, beneficiando además a la economía global del país.

El verdadero caballo de batalla del ingreso mínimo está en su rentabilización partidista, obviando que la moral no es una prerrogativa ni exclusiva de ninguna ideología. Antes bien, la protección a los más desfavorecidos es una cuestión sociológica y económica, cuya implementación atañe a los políticos. Su aplicación desde hace ya décadas por las distintas autonomías y ayuntamientos en una monarquía parlamentaria, es buena prueba de lo superfluo de una república popular. 

Al plantear acciones frente a las emergencias sociales, no se trata de acaparar el protagonismo sino de generar mayor riqueza para ayudar más. La clave está en elegir la sociedad en la que queremos vivir, porque, como dijo el escritor y pensador José Martí, en política, lo real es lo que no se ve. 

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