Opinión

La papeleta


Lejos de interpretar la realidad atribuyendo a las cosas un valor bueno o malo, excluyendo términos medios -actitud al más puro estilo maniqueísta-, circulaba estos días por distintos medios una sentencia catastrofista de Cicerón, poniendo de relieve que la Historia tiene una extraña forma de repetirse siempre, y es que cuesta un triunfo concebir que el filósofo, político, escritor y orador romano Marco Tulio Cicerón, pudiese adelantarse a los eventos del año 2022 d. C., considerando que vivió entre el 106 y el 43 a. C. Reconocido como uno de los más grandes retóricos y estilistas de la prosa latina durante la República, férreo enemigo de Marco Antonio tras el asesinato de César, en un discurso demoledor apuntaba a la desintegración a la que están condenadas las naciones que, lejos de legislar en la corriente de la mayoría y la lógica, se someten al capricho de las bisagras.

O al menos esa es la idea general que se desprende al trasladar las afirmaciones del romano a la más rabiosa actualidad española. De este modo advertía el filósofo en sus Verrinas, II, 5, 12, que “los pueblos que ya no tienen solución, que viven ya a la desesperada, suelen tener estos epílogos letales: se rehabilita en todos sus derechos a los condenados, se libera a los presidiarios, se hace regresar a los exiliados, se invalidan las sentencias judiciales. Cuando esto sucede, no hay nadie que no comprenda que eso es el colapso total del tal Estado; donde esto acontece, nadie hay que confíe en esperanza alguna de salvación”.

Resulta casi imposible eludir los paralelismos cuando se alude a los condenados del procés, se pasan por el forro la dispersión de etarras y poco menos que se rehabilita a terroristas; se anima a regresar a los exiliados por el golpe de Estado del 11-O; se invalidan las sentencias del Supremo, y se busca repartir alegremente indultos por los más groseros casos de corrupción, o se excarcela a violadores y abusadores.

Nada que debería extrañar al ser  el Gobierno de la II República española la que miró para otro lado cuando el dirigente del PSOE y la UGT, Largo Caballero quien, tras pactar sin remordimiento con la dictadura de Primo de Rivera para ser consejero de Estado, en 1933 afirmaba que debían luchar como fuera hasta que en los edificios oficiales ondease la bandera roja de la revolución socialista en el lugar de la tricolor de la República burguesa, incitando en 1936 a un golpe de Estado con una proclama en la que afirmaba que no aceptaría el resultado democrático y legal de las urnas en caso de ganar la derecha, sentenciando que de ser así provocaría una guerra civil. A tal señor tal honor, hechos todos que quedan fuera de la Ley de Memoria Democratica -esa puñetera Ley que vulnera el derecho de libertad de expresión-, por si alguien tiene dudas acerca de que los primeros golpes de Estado contra la II República los llevaron a cabo Francisco Largo Caballero y Lluís Companys en  1934, y el último fue el de Segismundo Casado general del ejército republicano.

Una congria que a día de hoy avanza en igual dirección,  puniendo a la mayoría con normas tan absurdas como la Ley de protección animal que excluye a los propios animales condenándolos a la extinción, ignora a los animalistas, y sanciona al resto de ciudadanos con multas de hasta 10.000 euros por tener un perro sin haber hecho un cursillo, dejar que una perra quede preñada sin permiso -cuando a las adolescentes les facilitan sin más la píldora del día después-,  ejercer la mendicidad con un perro (sin comentarios), no castrar a la mascota, vender o regalar cachorros, y un etcétera tan largo como estúpido.

Pero la palma se la ha llevado la ministra de Igualdad en su carrera hacia un Estado Feminista, -aunque nadie sepa ni entienda cómo se come esa definición-, al aprobar su Ley “del sí es sí”, que excarcela a violadores y abusadores, dejando a las víctimas a su suerte, para acusar luego a los jueces de ignorantes, culpar a los fiscales de negligentes, y escurrir el bulto esperando que le arregle el entuerto el Tribunal Supremo o el Espíritu Santo si hiciera falta, sin que asome ni de lejos la idea de dimitir como mandan los cánones, después de semejante cagada.  Fue el Nobel Camilo José Cela quien ilustró que no es lo mismo estar dormido que estar durmiendo, del mismo modo que no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo. Abundando en tan diáfana papeleta, la próxima vez, antes de volver a meterla en la raja de la urna, piense con detenimiento a quien está jodiendo.

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