Opinión

La que se avecina

Los ambulatorios y hospitales desiertos deberían alertarnos de la realidad que deja tras de sí el covid-19, hasta dejar caer la venda que nos tapa los ojos, desterrando el espejismo de que España tiene uno de los mejores servicios de sanidad a nivel mundial. Lejos de esa idea, lo que la sanidad pública española tiene es una de las mejores bases, con una red de hospitales estratégicamente concebida y apoyada en una estructura urbanística coherente; un sistema MIR competitivo, con una infraestructura diversificada, y un capital humano como valor añadido.

No obstante el covid-19 ha hecho mucho más que desbordar el sistema. Ha fallado la logística y la eficiencia. Prueba de ello es la cantidad de sanitarios víctima de la pandemia y la duda razonable de que el modelo sea capaz de resistir a la nueva normalidad, por no decir a una nueva embestida vírica. ¿Pero qué es exactamente lo que ha hecho zozobrar la red siendo el armazón tan sólido? La respuesta hay que buscarla en la corresponsabilidad de todos lo agentes involucrados: Administración, profesionales y usuarios. 

La gestión neoliberal cada vez más acusada de la cosa pública, sedienta de reducir a la mínima expresión la intervención del Estado es la culpable de falta de medios y personal esencial para el desempeño eficiente de sus competencias. La privatización se ha constituido en una palanca permanente que obliga a recursos humanos cada vez más escasos, a ejercer una fuerza cada vez más intensa para conseguir hacer funcionar el sistema. El techo de gasto impuesto por la Unión Europea, se cobró como víctima a los funcionarios esenciales para garantizar el funcionamiento de la sanidad. Aquella alusión a adelgazar la Administración, suscrita en su día por Rajoy, no codujo a eliminar administraciones paralelas, transfiriendo de una vez las competencias a la Comunidades Autónomas, en lugar de compartirlas con el Gobierno Central, a un mayor coste para los ciudadanos.

No, aquella reducción supuso simplemente no reponer a los trabajadores a su jubilación, sobrecargando cada vez más al personal restante con el doble de trabajo. Contrataciones por días e incluso por simples horas, llegando en ocasiones a salarios para facultativos más bajos que para camareros. Tanto recorte, a la corta o a la larga, siempre acaba por pasar factura. 

Caso análogo es para los medios, reduciéndose a la expresión mínima sin que ni siquiera la más que justificada demanda de batas, mascarillas, guantes... es decir, de material de primera necesidad, haya bastado para mitigar esa carencia. Instrumental por otro lado inasumible al no disponer el país de factorías evidenciado el fracaso del modelo económico neoliberal.

Como segundo autor, es necesario aplicar la Ley de incompatibilidades a los facultativos, que deben decidir en qué sector trabajan, ya que el dualismo supone el riesgo del uso de los medios públicos en aras de un beneficio privado. A esto se suma el absentismo del personal sanitario, uno de los mayores costes, que limita la posibilidad de ofrecer unos salarios más gratificantes.

Como tercer causante está el usuario. El hecho de que hospitales, ambulatorios y centros de salud permanezcan vacíos -sea por temor al contagio o por desidia-, demuestra el abuso que se produce en condiciones normales, en las que hay gente que satura Urgencias por simplezas como clavarse una chincheta. Todos los elementos implicados deben concienciarse de que los modos y actitudes tienen que cambiar por el bien común.

Porque la conciencia social nada tiene que ver con ser de izquierdas o derechas. No es una cuestión de colores excepto para quien no ve más allá de su nariz. Ni tampoco se consigue con el insulto, el palo o la piedra. La conciencia social es el compromiso de detectar problemas y, de manera honesta, buscar soluciones que mejoren la vida de todos.

Te puede interesar