Opinión

La última frontera


La última frontera del mundo será económica, una verja forjada por una ideología fundamentalista, cimentada en el dinero y el ansia de restitución. Luego, cuando todos los pueblos participen de la riqueza, la consigna del planeta será la libre circulación de personas y capitales.

Al menos ese fue la ambición visionaria de Robert Schuman al fundar la Comunidad Europea del Carbón y el Acero -germen de la futura Unión Europea-, como entidad supranacional de ámbito europeo que regulase los sectores del carbón y el acero de los Estados miembros, concebido como un mecanismo de hermanamiento entre los países, exhortando enfrentamientos, para fomentar una paz duradera basada en la mejora integral de los naciones, distribuyendo prosperidad desde el principio de la solidaridad, ideario que continúa vigente desde 1951, con una evolución que ha permitido la asociación de nuevos estados miembros, alcanzando los actuales veintiocho.

La repercusión para naciones como España ha sido de proporciones inimaginables. Un país que entró tarde en la revolución industrial y que permaneció sumido en una autarquía durante décadas, experimentado una exclusión hasta su integración en 1985. El paisaje gallego es quizá el paradigma definitivo de tal evolución, merced al trazado de la Alta Velocidad y la red de autovías, los ciudadanos han visto variar la estampa de montañas que impedían ver más allá, por una sucesión de vías que comunican todas las ciudades, erigidas sobre puentes y viaductos, que desde balcones antes inconcebibles, despejan ahora el horizonte.

Gracias a la integración, España ha podido aspirar a ser una de las mayores economías del viejo continente, logrando a mayores una inédita sintonía con el vecino Portugal, permitiendo que el flujo de riqueza continúe su ruta hacia el sur. Además de la incorporación de los estados del este europeo, le toca ahora el turno al África del Sahel como destinataria de esa prosperidad, que busca crear riqueza en el origen mismo de la pobreza, removiendo más al sur aún las fronteras. Marruecos y Argelia son una buena muestra de esa evolución, cuyos habitantes cruzan el mediterráneo sin forzar aduanas, en un modelo de unificación con Europa.

Treinta años después de de incorporase a la UE, España se ha convertido en tierra prometida para una horda incontenible de subsaharianos en busca del sueño de las calles empedradas de oro. Una multitud hambrienta que pugna a diario por alcanzar nuestras costas. Con la necesidad como estímulo irreprimible, ningún ejército puede contener el hambre, pero sí la solidaridad que puede facilitar la expansión del bienestar en la región, hasta transmutar la amenaza en intercambio. 

El sueño de Schuman sigue vivo, siendo la mejor baza para lograr la fuerza y estabilidad de una Europa incursa en un mundo de bloques económicos cada vez más enrocados. Ahora solo queda por dilucidar si perseguimos la unión de los pueblo europeos, o la Europa de los ciudadanos. 

Te puede interesar