Opinión

Lágrimas de piedra

Basílica de Saint-Denis, catedral de Saint-Alain, Notre Dame de Dijon, Notre-Dame des Enfants, y así hasta una docena de templos católicos atacados -según el Servicio Central de Inteligencia Criminal francés-, desde 2016  hasta hoy a lo largo de la geografía gala, aunque con epicentro preferente en la capital y suburbios. Con la posible intención de encubrir robos y saqueos,  por el contrario otros asaltos muestran una manifiesta naturaleza antirreligiosa. De modo que con la iglesia de Saint Sulpice incendiada, en junio de 2017 ya hubo , por parte de un militante de ISIS, un intento fallido por atacar la recientemente devastada catedral de Notre Dame de París.

Para quien baraje la casualidad, debería reflexionar sobre los acontecimientos de los últimos tiempos en España, no excesivamente ventilados por los medios.

En julio del año pasado se acalló la quema de la basílica de Santa María de Elche, tras lanzar un artefacto incendiario mientras los fieles asistían al oficio de las ocho de la mañana. Pero para información del público en general, el 4 de Marzo, hace poco más de un mes, igual suerte corrió la iglesia de San Juan Bautista de Écija. 

No hace falta andar muy finos para esclarecer el origen de las agresiones en ambos países. Mientras la amenaza islamista acosa a Francia, cuyas autoridades refieren sottovoce el esbozo de una guerra santa propiciada por integristas de segunda y tercera generación, las pintadas en los templos españoles son de los más ilustrativas. Eslóganes como “la iglesia que más ilumina es la que arde”, “arderéis como en el 36”, o los grafitis en la catedral compostelana "Guillotina Borbón", "Yo no salí de tu costilla, tú saliste de mi coño" y "Gritaremos hasta quedarnos sin Vox", señalan inequívocamente hacia su autor, aunque, inexplicablemente, policía y fiscalía no persigan sendos delitos tipificados de odio, contra la libertad religiosa, y contra el patrimonio artístico que constituye estos bienes universales de toda la ciudadanía.

De norte a sur, haciendo una escala por el madrileño 11-M, desde el 11-S se agita una marea de fondo en la que, de manera inconcebible por su manifiesto antagonismo, el fundamentalismo religioso marida  con la extrema izquierda para azotar a las capitales europeas. Londres, Bruselas, Barcelona, Berlín o París se han convertido en el escenario de un conflicto global de dimensión exponencial silenciada. Un fanatismo cimentado en atavismos involucionistas, la opresión social paternalista, la deliberadamente errónea interpretación de los libros sagrados que definen Yihad como la obligación de los musulmanes a ser cada día mejores, corrompiendo el concepto con homicidios irracionales e indiscriminados, así como la pasividad y tolerancia de los gobiernos occidentales que se niegan a admitir en voz alta la evidencia 

Invocando la acción fortuita y aislada cuando no el accidente, lamentando la pérdida de un edificio, la jerarquía parisina involucra a su Gobierno, llamando a los fieles y ciudadanos a cooperar en la restauración, acto sin duda loable y comprensible. Pero lo verdaderamente dramático del incendio no es el estrago urbano, sino que, volcándose en las piedras para proteger un Patrimonio de la Humanidad, se omita idéntica implicación y urgencia en defender a la Humanidad como Patrimonio, recaudando para tal fin en una década una suma semejante a la conseguida en un sólo día para el templo.

Es obvio que Occidente ha perdido el norte. Las donaciones para el desarrollo también desgravan pero, a a diferencia de una catedral que apenas aporta rentas a una minoría, la inversión solidaria  genera una economía circular que beneficia a todos, porque quien tiene qué perder siempre se contiene. No se pretende condenar la restauración de Notre-Dame, pero conviene establecer como prioridad la vida humana, aún al precio de semejante joya arquitectónica, con el fin de inculcar justicia en los corazones. Porque ya hace que el zorro vive en el gallinero y la paz es tarea de todos.

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