Opinión

Licitud

Con la maquinaria electoral en funcionamiento y, tras la abolición del estado de alerta, muchas son las voces que cuestionan la legitimidad de los gobiernos de coalición que a estas horas ejercen el poder en Moncloa, en distintas comunidades autónomas, o el patético ejemplo de ayuntamientos donde se demuestra que el más necio e incompetente narcisista puede aspirar a regidor.

En el fondo subyace la cuestión de que, si en España rige un modelo político de democracia representativa, los distintos parlamentos deberían representar la voluntad popular, por lo que huelga abundar en que si el electorado hubiese querido a Podemos en la bancada azul,  lo habrían votado por mayoría aplastante, algo absolutamente opuesto a los resultados. Resulta obvio que su participación en el Ejecutivo  es consecuencia de un pacto postelectoral, pero lo cierto es que ese convenio nunca fue consultado al electorado -en este caso incluso, impuesto de manera absolutamente polarizada con el sentir del pueblo- lo que pone en entredicho su validez.

Que el Gobierno sea legal es simple consecuencia de la aceptación de los parlamentarios por no oponerse a ello, aunque lo que está sobre la mesa es la ortodoxia del acuerdo, considerándose fruto de una negociación en la que se margina al principal agente de la democracia y donde, por ende, reside la soberanía. O dicho de otro modo, estos gobiernos son chanchullos elucubrados e impuestos a espaldas del Pueblo.

Desde las elecciones del 20 de diciembre de 2015 -de manera reiterada e insufrible-, las formaciones políticas se han desentendido de sus obligaciones. Ajenas al menor esfuerzo por desarrollar programas convincentes, apenas han traslucido su interés espurio en acceder al poder. La consecuencia es que desde aquella convocatoria ninguna formación ha sido capaz de obtener una representación suficiente para poder gobernar. Pero lo verdaderamente deleznable es que, lejos de asumir su culpa y mostrar un propósito de enmienda, se han limitado a tirarse los trastos a la cabeza y responsabilizar al electorado por no haber confiado en quienes se han revelado como indignos de confianza.

En esta tesitura, se han intentado distintos Ejecutivos pluripartidistas, surgidos del chanchullo entre los representantes públicos que dormitan en los escaños de Moncloa u otros parlamentos autonómicos, soslayando la imposibilidad de gobernar donde imperan intereses partidistas encontrados. Rajoy fue la primera víctima de ese cuestionable modelo, mientras Sánchez va por su tercera legislatura debatiéndose con su aliados, mientras se financia con unos Presupuestos Generales del Estado aprobados por el PP, en la época del ministro Cristóbal Montoro, hace ya más lunas que legislaturas.

La solución estriba en el reflejo estricto de las urnas por lo que, o los partidos se esfuerzan más en conectar con el electorado, o habrá que implantar un sistema de segunda vuelta donde los candidatos damnificados puedan concurrir en coalición con un programa electoral previamente unificado que no enmierde después la vida del ciudadano, eludiendo por otro lado la partitocracia en favor de una democracia participativa. Para ello basta la Ley de Iniciativa Legislativa  Popular y Participación Ciudadana en el Parlamento de Galicia, aprobada por Feijóo el 19 de agosto de 2015, por la que los ciudadanos pueden proponer directamente leyes.

Con gobiernos así refrendados, los compromisos electorales no se disolverían al día siguiente de las elecciones sino que prevalecerán hasta agotar la legislatura, mientras el papel de la oposición dejaría el permanente asalto al poder para convertirse en los fieles guardianes del cumplimiento de la voluntad de la mayoría. Porque no hay ciudadanos con derechos distintos sino aquellos que los ejercen y participan o quienes abandonan y renuncian. Algunos alzan la voz exigiendo derechos pero olvidan que la obligación es inherente al derecho, no porque lo limite sino porque lo define.

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